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Pensando en voz alta
En la revolución posmoderna, no gana nadie, ni se liquida al enemigo porque subsiste la democracia
Sarkozy ha denunciado el relativismo que debilita y enerva a la sociedad francesa, y además ha descendido a una precisión histórica. El origen, o si no el origen, una de las causas del morbo, residiría en lo que pasó durante el mes de mayo del 68 en París, cuando los estudiantes jugaron a levantar los adoquines de la calle por si encontraban debajo la playa. El lenguaje político, así como el periodístico, es eficaz, pero al tiempo impreciso. Se plantea una primera pregunta, oculta o disimulada por la evocación emblemática del mayo francés: ¿Fue éste, de verdad, el promotor de un estilo y una manera de ver las cosas de resultas de los cuales nada ha vuelto a ser como había sido antes? El diagnóstico parece desaforado. En realidad, se invoca el mayo mítico como una metáfora o una sinécdoque de un proceso más vasto, un proceso de desustanciación cultural cuyos síntomas visibles serían el desorden en las escuelas, la equiparación moral de formas de vida incompatibles entre sí, o el libertarismo en materia sexual. Estos síntomas integran, presuntamente, hechos sociológicos, es decir, eventos materiales a gran escala cuya existencia puede admitirse o, por el contrario, considerarse todavía problemática. Alguna gente, en efecto, la considera problemática. Conozco pedagogos que estiman que se ha exagerado la gravedad y contumacia de la anarquía escolar; y filósofos que afirman que el multiculturalismo es un ejercicio académico muy popular en la universidad americana aunque de escaso arraigo entre la gente de verdad; y tampoco son raros los historiadores que nos recuerdan que la moral sexual estricta es un fenómeno que empieza no antes de mediados del XIX y que empieza a hacer agua entre las dos guerras. En resumen, nada nuevo bajo el sol.
En mi opinión, este diagnóstico es equivocado, probablemente en términos materiales, pero, sobre todo, desde una perspectiva cultural. Me explico. La perversión sexual alcanzó proporciones peregrinas en los años agitados de la República de Weimar, muy bien descritos por Stefan Zweig en la autobiografía que escribió poco antes de suicidarse —El mundo de ayer—. Pero lo que no se intentó entonces, ni por un instante, fue establecer una equivalencia entre la perversión y la conducta normal. Ni siquiera lo intentaron los surrealistas, cuyo propósito fue, más bien, desautorizar la conducta normal en nombre de conductas heterodoxas más poéticas o espiritualmente superiores. Lo inequívocamente nuevo del momento residiría, por lo contrario, en la negación de las diferencias. Queda ello manifiesto en la polémica sobre el matrimonio homosexual. Los defensores del matrimonio homosexual no sostienen que se trate de un tipo de unión sublime, interesante, o sugerentemente rompedora, sino que abundan más bien en la idea de que es una manera de estar juntos tan trivial y corriente como la heterosexual. Por eso piden su consagración por la ley. Ello permite afirmar que en el terreno de la cultura ha sucedido algo sin precedentes cuyo arranque podemos identificar con las algaradas del 68. Pero el 68 es una fecha arbitraria, como lo es elegir 1492 como comienzo de la Edad Moderna.
Aclarado este punto, se presenta una cuestión más profunda: ¿Por qué se percibe la situación —no sólo está en ello Sarkozy: lo cree, y lo hace con más empeño y hondura, Benedicto XVI— como «relativista»? ¿Qué tiene que ver el relativismo con el multiculturalismo, o con la igualación de los mores sexuales, o con la impugnación de la autoridad en las escuelas?
EL relativismo es una doctrina, o mejor, una corriente filosófica antiquísima que niega que la verdad sea objetiva, es decir, niega que exista una verdad independiente de la perspectiva desde la cual se la contempla. El relativismo es inconsistente, por motivos de sobra conocidos que no voy a enumerar ahora. El caso, sin embargo, es que existe una disposición mental constatada que se traduce en exteriorizaciones intelectuales de signo relativista. Reitero la pregunta: ¿Qué tiene que ver el relativismo con el mayo del 68, o con lo que éste representa?
El diagnóstico que sugiero es que el relativismo es una opción sicológica plausible cuando el resultado de la revolución no es el triunfo de un programa, sino la coexistencia indefinida de muchos en una situación de empate eterno. En las revoluciones clásicas, el que gana liquida al enemigo e impone su punto de vista. En la revolución posmoderna, no gana nadie, ni tampoco se liquida al enemigo porque subsiste la democracia. En consecuencia, todo se declara bueno, salvo lo que pueda originar de manera inmediata víctimas mortales. Revolución permanente + democracia = relativismo. La gran intriga es cuánto dará de sí la ecuación. Según algunos, entre quienes me incluyo, hemos ingresado ya el camino de los rendimientos decrecientes.
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