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Evolucionismo y fe cristiana (I)

Aunque la ciencia y la fe cristiana no se contradicen, siempre son actuales estas palabras de san Josemaría Escrivá: «Con periódica monotonía, algunos tratan de resucitar una supuesta incompatibilidad entre la fe y la ciencia, entre la inteligencia humana y la Revelación divina. Esa incompatibilidad sólo puede aparecer, y aparentemente, cuando no se entienden los términos reales del problema. Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si Él ha creado al hombre a su imagen y semejanza (cfr. Gen. I. 26) y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe —aunque sea con un duro trabajo— desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente cientifica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas (Ioh XIV, 6). Yo soy la verdad» [1].

En nuestra época, el evolucionismo es una de las principales fuentes de equívocos en las relaciones entre la fe y la ciencia. Algunos lo utilizan para defender teorías materialistas o ateas que, en realidad, nada tienen que ver con la ciencia. Otros lo critican porque piensan que sólo así se podrán frenar los excesos del materialismo. Sin embargo, si las teorías evolucionistas no se proyectan fuera de su ámbito científico y, por otra parte, se tiene presente la doctrina cristiana sobre la creación, no es difícil advertir que la evolución y la acción divina son compatibles e incluso complementarias.

La doctrina católica sobre la creación

Una de las verdades fundamentales de la fe cristiana es que Dios es Creador y Señor de todo lo que existe. Esto significa que «nada existe que no deba su existencia a Dios creador» [2]. Las criaturas dependen completamente de Dios en su ser y en su obrar, y por tanto, no son autosuficientes: sin duda, tienen una consistencia propia y esto responde al querer divino; pero son limitadas, cambiantes y contingentes: exigen un fundamento radical, que se encuentra en la acción divina que les da el ser y lo conserva. Y esto vale para todas las criaturas y para todo su ser y su obrar: no hay nada que sea independiente de la acción divina.

Además, Dios gobierna todo lo creado de acuerdo con su providencia: nada sucede sin su querer o su permisión, fuera de su plan. «La creación tiene su bondad y su perfección propias, pero no salió plenamente acabada de las manos del Creador. Fue creada «en estado de vía» (in statu viae) hacia una perfección última todavía por alcanzar, a la que Dios la destinó. Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de la creación hacia esta perfección. Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó, alcanzando con fuerza de un extremo al otro del mundo y disponiendo todo con dulzura (Sb 8, 1). Porque todo está desnudo y patente a sus ojos (Hb 4. 13), incluso lo que la acción libre de las criaturas producirá (Cc. Vaticano I: DS 3003)» [3].

La acción divina sobre lo creado no es algo genérico, sino muy concreto, y se extiende a todo: a todos los procesos, naturales o artificiales, ordinarios o extraordinarios: nada puede existir o suceder al margen de los planes de Dios. La Iglesia enseña esta doctrina en completa sintonía con la Sagrada Escritura y la Tradición. «El testimonio de la Escritura es unánime: la solicitud de la divina providencia es concreta e inmediata: tiene cuidado de todo, de las cosas más pequeñas hasta los grandes acontecimientos del mundo y de la historia» [4]

Al gobernar el mundo, Dios cuenta con la acción de las criaturas, que actúan de acuerdo con la naturaleza que Dios mismo les da. Sin duda, Dios puede intervenir de modo extraordinario en cualquier momento, produciendo milagros; pero ordinariamente Dios hace que se realicen sus planes contando con la actividad normal de las criaturas. «Dios es el Señor soberano de su designio. Pero para su realización se sirve también del concurso de las criaturas. Esto no es un signo de debilidad, sino de la grandeza y bondad de Dios Todopoderoso. Porque Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio» [5].

En definitiva, Dios es la Causa Primera de todo lo que existe, y cuenta con la acción de las criaturas que son causas segundas. «Es una verdad inseparable de la fe en Dios Creador: Dios actúa en las obras de sus criaturas. Es la causa primera que opera en y por las causas segundas (...) Esta verdad, lejos de disminuir la dignidad de la criatura, la realza» [6]. No es que Dios sea simplemente la primera entre una serie de causas del mismo tipo: su acción es el fundamento de la actividad de las criaturas, que no podrían existir ni actuar sin el permanente influjo de esa acción divina.

El alcance de las ciencias naturales

El progreso científico nos permite conocer cada vez mejor la naturaleza, cuyo ser y obrar se fundamentan en la acción divina. Sin embargo, para contribuir a ese progreso no es necesario pensar en la acción divina; basta trabajar de acuerdo con las exigencias del método científico. Pero eso no significa que lo que la ciencia estudia sea independiente de la acción divina: sólo significa que podemos considerar la naturaleza bajo diferentes perspectivas, y que la perspectiva científica no se plantea los problemas que se refieren al fundamento último y al sentido de la naturaleza.

Las ciencias naturales ponen entre paréntesis las dimensiones básicas de la naturaleza, que son consideradas por la filosofía y por la religión. Pero ese poner entre paréntesis no puede interpretarse como una negación: sería incorrecto atribuir un valor absoluto a unos límites metodológicos. La ciencia natural sólo estudia lo que se puede someter, de algún modo, a experimentos repetibles; pero sería un burdo error concluir que sólo existe lo que puede ser estudiado de ese modo.

El método de las ciencias naturales es muy eficaz precisamente porque se limita a los aspectos materiales, repetibles, controlables, y deja fuera de su consideración, deliberadamente, las dimensiones más radicales de la realidad. En definitiva, el conocimiento científico de las causas naturales no afecta en modo alguno a la doctrina católica sobre la creación, que se refiere a dimensiones que no son estudiadas por las ciencias.

Evolución y acción divina

La doctrina católica sobre la creación permite advertir que la creación y la evolución no están en contradicción, o sea, que son compatibles, con tal que no se atribuya a la evolución un alcance que realmente no posee, como sucedería si se pretendiese interpretarla como un apoyo para las doctrinas materialistas o ateas que nada tienen que ver con la ciencia.

Se puede ir más lejos y decir que, en la medida en que la evolución exista, manifiesta de un modo peculiar el poder y la sabiduría de Dios. En efecto, las teorías evolucionistas deben suponer que las leyes fundamentales de la naturaleza son muy específicas y que, en muchas ocasiones a lo largo de enormes períodos de tiempo, se han dado las circunstancias que han permitido a la naturaleza llegar hasta su estado actual, en el que existe un grado sorprendente de organización.

El Papa Juan Pablo II ha afirmado esta compatibilidad en diferentes ocasiones, y ha recordado lo que, en la misma línea, ya había enseñado el Papa Pío XII muchos años antes [7]. Si se entienden correctamente la creación y la evolución, afirma Juan Pablo II, no existe oposición entre ambas: incluso puede decirse que «la evolución presupone la creación, y la creación se presenta a la luz de la evolución como un suceso que se extiende en el tiempo —como una creación continuada—, en el cual Dios se hace visible ante los ojos del creyente como «Creador del cielo y de la tierra» [8].

Las dificultades y sus raíces

¿Cómo se explica que subsistan las dificultades, a pesar de que carecen de base real? Dejando aparte posibles apasionamientos que pueden llevar a faltas de objetividad, las dificultades suelen provenir de la ignorancia de la doctrina cristiana acerca de la creación.

La Iglesia atribuye gran importancia a esta doctrina. «La catequesis sobre la Creación reviste una importancia capital. Se refiere a los fundamentos mismos de la vida humana y cristiana: explicita la respuesta de la fe cristiana a la pregunta básica que los hombres de todos los tiempos se han formulado: ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? ¿Cuál es nuestro origen? ¿Cuál es nuestro fin? ¿De dónde viene y a dónde va todo lo que existe? Las dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar» [9].

Algunos parecen pensar que las teorías evolucionistas explican completamente el origen de todo lo que existe y que, por tanto, nada queda que deba ser explicado mediante la acción divina. No se dan cuenta de los límites de esas teorías que, por muy perfectas que lleguen a ser, dejan fuera las dimensiones radicales de la existencia. El remedio a estas dificultades no consiste en minusvalorarlas, sino en apreciar su valor señalando, al mismo tiempo, sus límites y la necesidad de complementarlas.

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: «La cuestión sobre los orígenes del mundo y del hombre es objeto de numerosas investigaciones científicas que han enriquecido magníficamente nuestros conocimientos sobre la edad y las dimensiones del cosmos, el devenir de las formas vivientes, la aparición del hombre. Estos descubrimientos nos invitan a admirar más la grandeza del Creador, a darle gracias por todas sus obras y por la inteligencia y la sabiduría que da a los sabios e investigadores» [10]. Y a continuación, el mismo Catecismo advierte que los interrogantes más profundos no pueden responderse sólo con los métodos de las ciencias naturales: «El gran interés que despiertan estas investigaciones está fuertemente estimulado por una cuestión de otro orden, y que supera el dominio propio de las ciencias naturales. No se trata sólo de saber cuándo y cómo ha surgido materialmente el cosmos, ni cuándo apareció el hombre, sino más bien de descubrir cuál es el sentido de tal origen: si está gobernado por el azar, un destino ciego, una necesidad anónima, o bien por un Ser trascendente, inteligente y bueno, llamado Dios. Y si el mundo procede de la sabiduría y de la bondad de Dios, ¿por qué existe el mal?, ¿de dónde viene?, ¿quién es responsable de él?, ¿dónde está la posibilidad de liberarse del mal?» [11] .

El conocimiento de la acción divina: la razón y la revelación

La Iglesia enseña que podemos conocer a Dios Creador mediante nuestra razón y que, para que ese conocimiento llegue a todos con facilidad y sin error, la revelación nos certifica con nueva fuerza ese conocimiento. «La inteligencia humana puede ciertamente encontrar por sí misma una respuesta a la cuestión de los orígenes. En efecto, la existencia de Dios Creador puede ser conocida con certeza por sus obras gracias a la luz de la razón humana (cf. DS: 3026), aunque ese conocimiento es con frecuencia oscurecido y desfigurado por el error. Por eso la fe viene a confirmar y a esclarecer la razón para la justa inteligencia de esta verdad: Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo que se ve resultase de lo que no aparece (Hb 11,3)» [12].

La doctrina sobre la creación se fundamenta especialmente sobre los tres primeros capítulos del libro del Génesis. Esos textos han sido objeto, desde la antigüedad, de muchos estudios por parte de los Santos Padres y doctores de la Iglesia, y siempre se ha reconocido que encierran dificultades de interpretación, porque las verdades fundamentales que ahí se enseñan están acompañadas por detalles que no siempre tienen necesariamente un sentido inmediato.

Por este motivo, y recogiendo lo que el Magisterio de la Iglesia ha enseñado en otros documentos a lo largo de los años, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña: «Entre todas las palabras de la Sagrada Escritura sobre la creación, los tres primeros capítulos del Génesis ocupan un lugar único. Desde el punto de vista literario, estos textos pueden tener diversas fuentes. Los autores inspirados los han colocado al comienzo de la Escritura de suerte que expresan, en su lenguaje solemne, las verdades de la creación, de su origen y de su fin en Dios, de su orden y de su bondad, de la vocación del hombre, finalmente, del drama del pecado y de la esperanza de la salvación» [13].

Es importante advertir que algunas polémicas en torno a la evolución provienen de grupos cristianos fundamentalistas, no católicos y por lo general minoritarios, que en ocasiones interpretan de un modo excesivamente literal algunos relatos del Génesis, como si de ellos pudiesen extraerse conocimientos cosmológicos y biológicos que formarían un cuerpo de doctrina cristiana y, a la vez, de ciencia natural, en pugna con las teorías evolucionistas. Ante algunas actuaciones de esos grupos, la Jerarquía católica, junto con otras comunidades cristianas, ha hecho notar de modo público que tales interpretaciones nada tienen que ver con la doctrina católica.

En su catequesis acerca de la creación, el Papa Juan Pablo II ha analizado las narraciones del libro del Génesis, y ha enseñado que «la teoría de la evolución natural, cuando se la entiende de modo que no excluye la causalidad divina, no se opone, en principio, a la verdad acerca de la creación del mundo visible tal como es presentada en el libro del Génesis» [14]

Las consideraciones anteriores se refieren a la evolución en su conjunto, y adquieren matices especiales cuando se consideran los diferentes pasos implicados en la evolución: el origen del universo, el origen de la vida, la evolución de los vivientes, y el origen del hombre.

El origen del universo

Según el modelo admitido por muchos científicos, toda la materia y energía del universo se encontraban, hace unos quince mil millones de años (entre diez y veinte mil), condensadas en una región relativamente pequeña, de una enorme densidad y temperatura, que estalló provocando la sucesiva expansión y la formación de las estrellas, galaxias y planetas. Sin embargo, los científicos advierten que este modelo, aunque esté bien corroborado, puede necesitar correcciones en muchos aspectos.

Si la ciencia afirma que el universo tiene una edad concreta y se va organizando a partir de un estado inicial, parece apoyar la realidad de la creación divina. Esta cuestión fue tratada en un discurso del Papa Pío XII a la Academia Pontificia de Ciencias. El Papa señaló esa convergencia, pero advirtió también que la ciencia natural, por sí sola, no puede probar la creación. Lo que Pío XII subrayó en aquella ocasión es que el progreso científico, en lugar de poner obstáculos al conocimiento de Dios, lo facilita, aunque las pruebas de la existencia de Dios utilizan razonamientos que van más allá de lo que las ciencias pueden decir [15].

Años más tarde, el Papa Juan Pablo II recordó ese discurso de Pío XII, citando textualmente un pasaje central del mismo, y añadiendo que «La Biblia nos habla del origen del universo y de su constitución, no para proporcionarnos un tratado científico, sino para precisar las relaciones del hombre con Dios y con el universo. La Sagrada Escritura quiere declarar simplemente que el mundo ha sido creado por Dios, y para enseñar esta verdad se expresa con los términos de la cosmología usual en la época del redactor. El libro sagrado quiere además comunicar a los hombres que el mundo no ha sido creado como sede de los dioses, tal como lo enseñaban otras cosmogonías y cosmologías, sino que ha sido creado al servicio del hombre y para la gloria de Dios. Cualquier otra enseñanza sobre el origen y la constitución del universo es ajena a las intenciones de la Biblia, que no pretende enseñar cómo ha sido hecho el cielo sino cómo se va al cielo. Cualquier hipótesis científica sobre el origen del mundo, como la de un átomo primitivo de donde se derivaría el conjunto del universo físico, deja abierto el problema que concierne al comienzo del universo. La ciencia no puede resolver por sí misma semejante cuestión: es preciso aquel saber humano que se eleva por encima de la física y de la astrofísica y que se llama metafísica; es preciso, sobre todo, el saber que viene de la revelación de Dios» [16].

En efecto, la ciencia natural estudia procesos que van desde un estado de la naturaleza hasta otro, pero no pueden estudiar la producción absoluta del ser ni el gobierno divino: se trata de cuestiones propias de la metafísica y de la teología natural. Por ejemplo, aunque los científicos sostengan que existió un estado inicial del universo, hace quince mil millones de años, siempre pueden preguntarse —y de hecho, lo hacen— si provenía de un estado anterior, y nunca se podrá demostrar que un estado concreto fue absolutamente el primero. La ciencia natural, por sí sola, no puede afirmar la creación divina.

A veces se identifica el problema de la creación del universo con el de su duración, como si fuesen un mismo problema. Santo Tomás afirmó, sin embargo, que se trata de dos problemas diferentes: podemos conocer racionalmente que el universo ha sido creado, pero «Que el mundo no ha existido siempre lo sabemos sólo por la fe y no puede ser demostrado con rigor (...) Es útil que se tenga esto presente a fin de que, presumiendo de poder demostrar las cosas que son de fe, alguien presente argumentos no necesarios y que provoquen risa en los no creyentes, pues podrían pensar que son razones por las que nosotros aceptamos las cosas que son de fe» [17] .

Algunos hablan de una presunta auto-creación del universo, afirmando que el universo ha podido comenzar a existir desde la nada de acuerdo con las leyes de la física. Para apoyar esta afirmación recurren a las fluctuaciones cuánticas, que permitirían la aparición de entidades físicas sin una causa, y a la teoría de la gravedad cuántica, que unificaría las cuatro interacciones básicas. Pero tal auto-creación, que vendría a ser una creación sin Creador, es imposible si entendemos por creación la producción completa del ser: en efecto, si suponemos por un imposible que no existía absolutamente nada, tampoco Dios, entonces nunca habría comenzado a existir nada, porque no habría materia, ni leyes, ni nada que pudiese producir el universo.

Notas

[1] Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, n. 10.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 338. Cfr. también n. 290.

[3] Ibid., n. 302.

[4] Ibid., n. 303.

[5] Ibid., n. 306.

[6] Ibid., n. 308.

[7] Cfr. Pío XII, Litt. enc. Humani generis, 12.VIII.1950, nn. 29-30: Denz.-Schönm. 3896: AAS 42 (1950), pp. 575-576.

[8] Juan Pablo II, Discurso a estudiosos sobre «fe cristiana y teoría de la evolución», 20.IV.1985: Insegnamenti, VIII, 1 (1985), p. 1132.

[9] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 282.

[10] Ibid., n. 283.

[11] Ibid., n. 284.

[12] Ibid., n. 286.

[13] Ibid., n. 289.

[14] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, La creación y la llamada del mundo y del hombre desde la nada a la existencia, 29.I.1986: Insegnamenti, IX, 1 (1986), p. 212.

[15] Cfr. Pío XII, Alocución 22.XI.1951: AAS, 44 (1952), pp. 31-43.

[16] Juan Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias, Que la sabiduría de la humanidad acompañe siempre a la investigación científica, 3.X.1981: Insegnamenti, IV, 2 (1981), pp. 331-332.

[17] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, 46, 2 c.

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