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El mal y la sospecha sobre Dios (y II)

El problema del mal rueda en torno a dos grandes temas: la libertad humana y la existencia de Dios. Porque Dios podría destruir el mal, pero no sin destruir nuestra libertad. Es más, sin Dios no habría criatura, no habría libertad, porque si esta no puede elevarse por encima de la antítesis del bien y del mal —decía el profesor Fabro— y luchar por consolidar el primero y disminuir el segundo, la vida humana queda abandonada —incluso después de Cristo y contando con la fe en Dios— al capricho de la fatalidad, y no permanecería ningún fundamento para distinguir el bien del mal. Sin esa base quedan las soluciones del pensamiento moderno que, actuando como si Dios no existiese, son desesperadas y ambiguas.

El mal es una prueba de la libertad defectible del hombre. Es cierto que tampoco constituye una prueba de la existencia de Dios, pero es preciso admitir que el ateísmo se queda sin fundamento para la libertad y sin palabras para aliviar a fondo el dolor, porque no admite sino lo finito, niega al hombre la posibilidad de una justicia infinita final, rechaza la paternidad de Dios, la redención del Hijo y la santificación y sanación del Espíritu Santo.

Parece indiscutible que si los cristianos fuéramos enteramente coherentes con nuestra fe, el mal del mundo disminuiría muy considerablemente. En cambio, es bien dudoso que el laicismo y el ateísmo pudieran lograr algo semejante. Sólo esta idea bastaría para decidirnos a obrar pensando en que existe un Dios providente. Sería mucho más provechoso que actuar «etsi Deus non daretur» ('como si Dios no existiera').

Ningún tipo de ateísmo tiene nada con que afrontar la guerra de todos contra todos, es más, ha existido y aún existe, el ateísmo marxista que, oponiendo solamente la retórica del materialismo dialéctico y del materialismo histórico, no ha hecho sino sancionar el dominio del mal y hasta la legitimidad del odio y la venganza.

Sólo Dios puede brindarnos su ayuda ante el mal. Los que dijeron que la religión era el opio del pueblo —y se continúa afirmando en otros modos— privaron a ese pueblo, no de un consuelo fácil, de tontos, sino del fundamento de su vida, de su libertad y de su buen hacer ciudadano. Piénsese sin prejuicios y se observará que un hombre sin Dios pierde el sentido de su vida, porque es difícil que viva esta realidad afirmada por Juan Pablo II: se es hombre cuando se tiene saber teórico y capacidad práctica para responder a estas tres preguntas: ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué existo? ¿Qué debo hacer?

El ateísmo marxista sólo ha engendrado esterilidad, recelo, sospecha, mala conciencia. Y, luego, en la reacción contraria —pensamiento débil, relativismo, etc.—, una libertad desorientada que, privada de su fundamento, se convierte en algo muy leve, incapaz del bien, aspirante únicamente a consumir, a tener en vez de aspirar a ser, a dominar, al goce inmediato que se desvanece.

Camus, que imputó al cristianismo toda la reata de males padecidos por la humanidad, sólo llega a concluir que el hombre es un absurdo. Para el marxismo era un ser explotado, pero resultaba más optimista porque al menos pensaba en la posibilidad de un paraíso en la tierra, aunque haya resultado falso. También es cierto que Camus hace una llamada para disminuir los niños torturados e invita a los creyentes al diálogo.

De todos modos, no es aceptable la interpretación hecha a la respuesta cristiana sobre el mal. Es cierto que ha habido, y hay, hombres de la Iglesia con lagunas y errores, pero su predicación sobre la paternidad de Dios y el amor al prójimo ha llevado a millones de almas a socorrer de mil maneras al que sufre. El don de sí mismo es un punto al que debe aspirar el creyente en Cristo. Camus observa una situación de desorientación general, de «contradicción esencial». Tiene el mérito, quizá como el marxismo, de haberlo advertido, pero no nos saca del atolladero.

El problema del mal —insiste Fabro— no admite una solución puramente filosófica. Sólo la fe cristiana es una solución positiva. Para los que aman a Dios, todo coopera al bien, escribió san Pablo. Ahí se llega por la fe, que pasa por la humildad de saberse incapaz de abarcar la grandeza infinita del amor de Dios. Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene, escribe san Juan. Aunque nunca logremos captarlo completamente, sabemos que siempre es justo y misericordioso, que existe otra vida, explicación de muchos sucesos que aquí no entendemos; que la existencia terrena, aun con sus durezas, está envuelta en la esperanza y el optimismo de los hijos de Dios; que el hombre no es una pasión inútil ni un ser para la muerte —como afirmó Sartre—, sino para la vida; que la libertad no es algo tan simple como gozar lo inmediato, sino que consiste en buscar la verdad y el bien que nos hacen verdaderos y buenos, tal como dijo Benedicto XVI en Colonia; «nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como autor de todo lo que existe», se lee en Amigos de Dios . Por cierto esa gloria consiste, como dijo san Ireneo, en el propio hombre que vive; es decir, la libertad nos engrandece al permitir que ese Dios se manifieste en nosotros para hacer crecer nuestra dignidad. Así, en palabras de san Josemaría, ahogaremos el mal en abundancia de bien.

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