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Estar en el mundo
Existen muchas formas de estar en el mundo; muchas maneras son posibles de llevar a cabo esa misión que tenemos que cumplir; muchas luces son las que se pueden seguir pero sólo una la que nos conviene. Los laicos, aquellas personas que estamos en el siglo, como se decía antaño, no somos, por otra parte, aunque estemos en él, de este mundo pues nuestro futuro, ese Reino de Dios que, en su forma definitiva, nos espera (gozamos ya de él en esta tierra) no está, claro, en aquel sino, al contrario, en el llevar a cabo aquello por los que fuimos creados.
La semilla es algo pequeño; nuestra fe, cuando la recibimos, también, y como aquella, que cuando se alimenta y riega, crece y se desarrolla, nuestra creencia en Dios y lo que es y representa en nuestra vida, va fructificando, convirtiendo lo que era poco en algo que destaca, o destaque, por la envergadura de su alma.
El laico está en el mundo. Pero ¿esto que quiere decir, exactamente?, ¿No están todos, personas con sentido religioso o sin él, también, en el mundo? Ha de existir alguna diferencia, algo que distinga la forma de ser, el comportamiento, el hecho mismo de ser hombre (me refiero a la especie) porque, cuando se celebra nuestro día, el del apóstol seglar, algo ha de conmover nuestro corazón, algo nos ha de hacer reflexionar sobre esta especial forma de ver el mundo, con los ojos de Dios en el rostro de sus hijos. Y ese algo, ese hacer, ese actuar, es lo que nos diferencia de aquellas personas que, digamos, no tienen, en sus vidas, un sentido de fe distinguido por eso mismo: por sentirlo y hacerlo efectivo.
Aquellos que ignoran la verdadera situación de la Iglesia, suelen decir que ésta es una organización muy cerrada y jerarquizada y que mira sobre sí misma. Sin embargo, lo contrario es la verdad, pues en muchas ocasiones, desde que Jesús, en Pentecostés, envió a sus discípulos a transmitir la Palabra de Dios, la Iglesia-organización se ha encargado de transmitir, a sus miembros, que nuestra labor en la difusión de la Fe resulta, de todo punto, importante y determinante en que eso sea posible.
La Constitución Lumen Gentium dice que «todo laico, en virtud de los dones que le han sido otorgados, se convierte en testigo y simultáneamente en vivo instrumento de la misión de la misma Iglesia en la medida del don de Cristo» («A cada uno de nosotros le ha sido concedido el favor divino a la medida de los dones de Cristo», dice san Pablo en la Epístola a los Efesios, concretamente en 4,7)
Y, acudiendo a documentos propiamente españoles de, digamos, producción propia, el que lo es titulado (LV Asamblea Plenaria de la CEE) «Los cristianos laicos, Iglesia en el mundo» dice (punto 6) que «el objetivo general» del documento es «promover la participación de los laicos en la vida misma de la Iglesia».
Y, por terminar y para desmentir la falta de apertura de la Iglesia-organización, en las recientes «Orientaciones morales ante la situación actual de España» (LXXXVIII Asamblea Plenaria de la CEE, 23 de noviembre de 2006) se dice que aquella se siente «continuamente enviada más allá para anunciar a todos la verdad y cercanía de Dios». Es claro que en ese «más allá» puede incluirse a los laicos, miembros de la Iglesia, en el mundo dentro.
Pero no se trata, aquí, de hacer mención de los documentos que apoyan nuestra tesis sino, llevado esto al terreno práctico, manifestar qué es lo que se espera de los laicos, ni más ni menos.
Existen, como es de pensar, muchos campos en los que los laicos podemos hacer uso de nuestra libertad como cristianos para intervenir en ellos en pos de la defensa, ejercicio y difusión de la Palabra de Dios y de todo lo que eso representa.
Por ejemplo, actualmente se hace necesario, de forma totalmente insoslayable, una evangelización que nos corresponde a cada uno de nosotros, independientemente de la que se pueda hacer desde el ámbito puramente eclesiástico. Y esto, ¿por qué? Como miembros que somos de la Iglesia, los laicos no podemos permanecer indiferentes ante la situación por la que pasa el mundo, alejado cada más de Dios al que se ignora y dejan de lado creyendo en cualquier cosa que pueda ser útil (aunque poco necesaria). Por eso, por esa obligación que tenemos como hijos de Dios y, por lo tanto, como herederos de su Reino, no podemos hacer otra cosa, cada cual donde se encuentre, en el ámbito en el que nos movamos, que hacer de apóstoles modernos. Por eso, el documento citado antes «Los cristianos laicos...» (CLIM) dice, expresamente (recogido del documento «Testigos del Dios Vivo», CEE 1985 que «la hora actual de nuestra Iglesia tiene que ser —es- una hora de evangelización». Eso es, por lo tanto, lo que, entre otras cosas, nos corresponde hacer. «Id también vosotros a mi viña (Mt 20,4), dijo Jesús al contar la parábola de los trabajadores de última hora.
Pero, además, en el contexto económico, conocido es que, muchas situaciones por las que pasan personas de nuestro mismo entorno, hacen necesaria la intervención, en la medida de nuestras posibilidades, de los laicos. Organismos, por ejemplo, como Caritas u otras organizaciones dependientes de la Iglesia (no por eso son menos importantes para los laicos sino, por eso mismo, mucho más) de similar característica, posibilitan la intervención efectiva de aquellos que nos sentimos unidos a los que sufren.
También, en el campo de la paz, ese ámbito que tan difícil parece conseguir, tenemos mucho que decir. Aquí, concretamente, se hace necesario un trabajo por esa situación que es algo más que una mera ausencia de violencia. La paz es un instrumento de concordia entre personas y si éstas son de sentir religioso distinto la labor de difusión de este, algo más, que sentimiento, resulta de vital importancia hoy día. Como bien sabemos, tanto en la vida privada como en la pública, en relaciones entre naciones y entre particulares, se dan momentos de tensión que provocan la ruptura de aquella y esto, por desgracia, es muy común.
Así, cabe, como no puede ser de otra forma, seguir aquello que dijo Juan XXIII y que no es otra cosa, para un correcto entendimiento de esto que hablamos, que «la paz será palabra vacía mientras no se funde... en un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de justicia, sustentado y henchido por caridad y realizado bajo los auspicios de la libertad». En esos pilares, pues (justicia, caridad y libertad) son los que debemos, nosotros, los laicos, fundamentar nuestro actuar en este campo, tan difícil de la paz, palabra que, tantas veces, se manipula y tergiversa su sentido.
Y sobre todo queda por mencionar el tema, fundamental, de la familia.
Hoy día también es triste la situación por la que pasa esta institución milenaria y eje básico por el que pasa el buen funcionamiento de la sociedad. En este campo mucho tenemos que hacer y decir los laicos pues somos nosotros, precisamente, los que, con una forma de vida cumplidora de los valores cristianos (tanto los que hayamos contraído matrimonio como los que aún se encuentren en la situación previa pues estamos, todos, incluidos en un grupo familiar) manifestemos, de esa forma poco teórica y muy práctica, la presencia del Reino de Dios entre nosotros.
«Por el bautismo los laicos son consagrados y participan de la misión de Jesucristo, en sus tres funciones: enseñar, santificar y gobernar, lo que subraya su condición eclesial y su pertenencia a la iglesia. Por eso, la «entera Iglesia», y cada una de nuestras Iglesias particulares no está plenamente constituida si, junto a los obispos, sacerdotes y religiosos no existe un laicado adulto y corresponsable» (CLIM 24)»
Podía haber iniciado este artículo con esta reflexión que la Conferencia Episcopal Española recoge en los materiales de reflexión que nos ha preparado para la celebración del Día de la Acción Católica y el Apostolado Seglar. Sin embargo, como bien vale haber dicho antes lo que se puede hacer, bien vale, ahora, comprobar que eso es, exactamente, lo que se nos pide a nosotros, laicos, seglares, y para siempre hijos de Dios.
Del director
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