Digan lo que digan los ecologistas, aquí no sobra nadie
Yo no sé usted, pero Paul Watson está agobiadísimo. Watson, fundador y presidente de la combativa organización ecologista Sea Shepherd Conservation Society, ha escrito que la superpoblación humana es «un virus (...) que está matando a [su] anfitrión, la Tierra», y que, por eso mismo, el número de personas que habitan este planeta ha de reducirse en un 85%.
«Ninguna comunidad humana debería superar los 20.000 miembros», remacha Watson en un ensayo reciente. «Necesitamos reducir radical e inteligentemente la población humana a menos de mil millones». Watson considera que la Humanidad es «el sida de la Tierra», y aboga por que no haya coches, aviones ni barcos, excepción hecha de los veleros.
¿Estamos ante las opiniones de un fanático? Desde luego. Pero el caso es que Watson no es ningún mindundi: cofundador de Greenpeace y ex miembro de la junta directiva del Sierra Club, la revista Time le nombró uno de los «héroes» medioambientales del siglo XX, y una de sus luminarias la organización Daily Points of Light, cuya presidencia honoraria ostenta George Bush padre. Por muy descerebradas que sean sus propuestas para borrar de la faz de la Tierra a 5.500 millones de seres humanos, así como las comodidades que brinda el mundo moderno, es poco probable que socaven su prestigio entre la élite verde; todo lo contrario: la hostilidad a la tecnología y al crecimiento demográfico es moneda corriente en el movimiento ecologista.
En su libro de 1990 La explosión demográfica, Anne y Paul Ehrlich describían el nacimiento de un bebé norteamericano como «un desastre para los sistemas de mantenimiento de la Tierra». Algo parecido escribió Al Gore dos años más tarde, en La Tierra en juego. Padre de cuatro hijos, quien fuera vicepresidente de los Estados Unidos con Bill Clinton sostenía entonces lo que sigue: «Para devolver la salud al medio ambiente global, no hay objetivo más crucial que alcanzar la estabilización de la población humana», o sea, traer menos críos al mundo.
Lamentarse por los índices de fecundidad del ser humano está de moda por lo menos desde 1798, es decir, desde que Thomas Malthus escribió ese célebre ensayo en el que sostenía que la población crecía más rápido que las existencias de alimentos y, por lo tanto, en el futuro aumentarían las hambrunas y la miseria a medida que creciera el número de recién nacidos. Malthus estaba equivocado, como él mismo acabó reconociendo, pero, dos siglos después, las cosas siguen igual, y la misantropía neomalthusiana está más de moda que nunca.
El Optimum Population Trust acaba de dar a conocer un informe en el que se aboga por la reducción de la población humana como la «más eficaz» estrategia para evitar el cambio climático. «Lo mejor que podría hacer cualquiera (...) para ayudar al futuro del planeta», sugiere John Guillebaud, copresidente del OPT, es «tener un hijo menos».
Pues no es eso lo que dicen los hechos.
Para cuando Malthus se encontraba escribiendo su Ensayo sobre el principio de la población, es decir, justo antes de que echara a andar el siglo XIX, habitaban la Tierra 980 millones de personas; hoy somos unos 6.500 millones, lo que significa que la población se ha multiplicado por siete. Si los alarmistas estuvieran en lo cierto —cuanta más gente, más sufrimiento y más devastación—, deberíamos llevar una vida mucho más pobre, degradada y penosa que la de nuestros antepasados. Pero claro, no es el caso. Los seres humanos del siglo XXI disfrutan de unos niveles de salud, riqueza, seguridad e higiene superiores a los de quienes habitaban el planeta en el año 1800. Por supuesto, también comemos mejor, y somos más productivos.
Quien se sienta tentado a desechar por cándidas semejantes afirmaciones debería echar un vistazo al más reciente libro del veterano analista Indur Goklany: Improving State of the World. Ex delegado de EEUU en el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático, Goklany ha reunido una montaña de datos que sustentan la tesis de que la calidad de vida crece a medida que las naciones se enriquecen. Según Goklany, el crecimiento económico y el cambio tecnológico no sólo no representan un desastre para nuestra especie y nuestro planeta, sino que les son de gran ayuda, pues posibilitan que cada vez más gente viva mejor en unos entornos cada vez más limpios.
Evidentemente, todo esto no quiere decir que no siga habiendo miseria en el mundo, o que los países industrializados no aventajen en riqueza al mundo en desarrollo. Ahora bien, ha de decirse también que es en las sociedades más pobres donde se registran algunos de los mayores avances.
Hablemos, por ejemplo, de alimentación. La población mundial ha crecido más de un 150% desde 1950. Sin embargo, la Revolución Verde ha hecho posible tal abundancia de alimentos que los precios de éstos han caído, en términos reales, un 75%. En el lapso de una generación, la malnutrición crónica ha caído en los países pobres del 37 al 17%. Entre tanto, en EEUU el precio de los alimentos de primera necesidad, como las patatas o la harina, ha caído más de un 80%.
Hablemos también de la mortalidad infantil. Antes de la industrialización, 200 de cada 1.000 niños nacidos vivos morían antes de cumplir un año. Según Goklany, en EEUU la mortalidad infantil ascendía a 160 por 1.000 en una fecha tan tardía como 1900; sin embargo, hacia el año 2004 la tasa había caído hasta los 6,6 por 1.000. En los países en desarrollo el descenso de la mortalidad infantil se inició más tarde, pero está siendo más rápido. Así, la tasa china ha pasado en medio siglo de 195 a 30 por 1.000.
En cuanto a la esperanza de vida, de los 31 años de 1900 hemos pasado a los 66,8 de 2003. Educación, trabajo infantil, calidad del aire, libertad, hambre, tiempo de ocio, pobreza..., elija usted el tema: la Humanidad se encuentra mejor que nunca.
No es cierto que los niveles de vida hayan de caer cuando aumenta la población. Allí donde hay mercados y mentes libres, donde hay crecimiento económico y avances tecnológicos, el progreso humano está completamente garantizado. «La Humanidad, aunque más numerosa que nunca y aunque sigue siendo imperfecta, nunca se ha encontrado en mejores condiciones», afirma Goklany. Vivimos mejor que nuestros antepasados, y quienes nos sucedan podrán vivir mejor que nosotros.
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