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Una contemplación para hoy y por ella
«Cuando oréis entrad en vuestro aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre que está allí, en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará». Con estas palabras, recogidas por el evangelista Mateo (6,6) Jesús, que es quien las dice, estableció, podríamos decir, una forma de relacionarse con Dios que caracterizó, con el paso del tiempo, una forma de entender la fraternidad; una forma de sentirse hijos de Dios; una forma, en fin, de hacer bello lo sencillo.
Se trata de orar por, de orar con aquellas personas que han decidido hacer de su vida una contemplación. Jornada Pro Orantibus, por los que oran, a favor de ellos, en su compañía, podríamos decir. Y se celebra en el mes del corazón de Jesús, junio (Desde que el 16 de junio de 1675 se le apareció, en Paray-le-Monial, Francia, Nuestro Señor y le mostró su Corazón, y lo que le atribulaba del olvido del mundo de Él, a Santa Margarita María de Alacoque) Pero, a pesar de tener una fecha concreta, sin la cual parece que no nos acordamos nunca de aquellas, lo cierto es, debería ser, lo contrario ya que les debemos, seguro, la intercesión por nuestras intenciones, un amor en silencio que nos brindan, un hacer sin saber, muchas veces, por nuestra parte.
Digamos que el Espíritu está, así, con ellos, porque es una forma de estar fuera del mundo pero en el mundo mismo, atareados en la misión gozosa de saborear la Palabra de Dios, de hacer efectivo su don... Pro Orantibus.
Con aquellas personas que, al contrario de lo que podría pensarse por parte de los desavisados, ofrecen lo mejor que tienen de sí mismas para que su oración llegue pronta al Padre pero para que se comprenda, como bien ha dicho Daniel Martí Mocholí (Ermitaño Diocesano de Valencia) que «los contemplativos transmitimos vida, no palabras». Y esta Vida (en mayúsculas por la importancia que tiene) es la vida humilde de quien se entrega a la oración y al rezo; de quien se siente nada ante Dios; de quien se ve sumido en la dicha de sentirse en los brazos del Creador sabiendo que su trato será dulce y misericordioso; de quien, en ese desierto particular en el que parecen confinados (no siendo cierto esto) siente la autenticidad que hay en cada acto pequeño, en cada gesto de «disponibilidad y de desprendimiento del corazón» (Lourdes Grosso García, M. Id, Directora del Secretariado de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada)
Oramos, oremos, pues, con ellas y, también, por ellas, porque merecen, por su especial forma de ser, la atención de los que, en el siglo, estamos sometidos a los deseos de un tiempo de olvido de Dios y de sumisión a lo humano, a la condición simple de mortal; oremos con ellas , también, por ellas, porque de su vivencia podemos extraer la necesaria savia que nos llene por dentro, que ilumine nuestros pasos y nos conduzca, ya libres del perjuicio de ser pecadores, hacia el Reino definitivo de Dios.
Pro Orantibus. Tienen, en lo escondido, a modo de espacio donde mejorar su vivir, esa presencia de Dios que necesitan para la respiración del espíritu, la complicidad santa de los que subieron a los altares del hombre pero también a la contemplación de Dios; la austera vivencia de quien se ha sentido llamado a compartir el bienestar del alma en ese vivificante estilo de vida.
Y es que estando ahí, así, están en el mismo corazón de la Iglesia y no apartados de la realidad como podría pensarse por error o ignorancia; y entonces, por esa misma circunstancia, lo están del mismo mundo, que contemplan desfigurarse ante Dios como si no supiera hacer otra cosa, abandonado al rugir de los siglos, liberado de la responsabilidad de sentirse hijo de Dios por lo que eso supone de exigencia para el proceder y para el comportamiento fraterno.
Pero, además, y por si esto no fuera, ya, bastante, han optado por situarse sobre la misma Roca, sobre la Roca de la Fe, donde nace, crece y se multiplica ese bien que nos hace miembros del Cuerpo de Cristo sin, por eso, permanecer ajenos a nuestro alrededor; sin, por eso, ser de una dimensión distinta pues están en la nuestra, en la de las personas que sabemos que su oración vale por todos los que permanecemos fuera de sus espacios de vida.
Así, a modo de aquellos primeros que se encontraron con el Cordero de Dios, señalado por el Bautista, y fueron tras Él a preguntar que dónde vivía y lo acompañaron allí, precisamente, y se quedaron con el Mesías algunas horas... de la misma forma estas personas, que han optado por esa especial concepción de la existencia, también han querido manifestar su amor a Dios, que es hacerlo por Cristo, permaneciendo en ese bello silencio del monasterio, de la ermita o del convento, libres de las asechanzas del mundo, disfrutando de ese «silencio tan lleno de susurro divino» (Jesús Sanz Montes, Obispo de Huesca y de Jaca y Presidente de la Comisión Episcopal para la Vida Consagrada) del que los demás sólo conocemos su existencia y que sólo a veces somos capaces de percibir pues el inmenso murmullo ensordecedor que nos rodea nos lo impide.
Así, como queriendo darnos a entender dónde se encuentra el gusto por lo divino, por lo que es, verdaderamente, más importante, aquellas personas que en el día en que sintieron la llamada suave de Jesucristo reclamando obreros para su mies respondieron asintiendo de corazón y de obra, también permanecen junto a nosotros, necesitados de su auxilio; también nos hablan, con su gesto de eterno agradecimiento a Dios, de la forma perfecta, exacta, básica, de contemplar y cumplir, de esa forma, el seguimiento de Cristo; el sentir, además y por eso, la Presencia adorable de Dios, el suave sonido de Su Verbo.
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