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Ya somos el 90%

Hace unos días se han hecho públicos los datos del avance del padrón municipal. A fecha de 1 de enero de 2007, la población en España ha superado los 45 millones, de los cuales el 9,9% corresponde a extranjeros.

El dato relevante quizá no sea tanto que la población española autóctona ya sea el 90% sino las perspectivas de crecimiento de ésta. El aumento neto de españoles empadronados en el año 2006 ha sido del 0,17%, mientras que el de los extranjeros es del 8,17%.

Los datos ayudan si ayudan a reflexionar. Estas cifras son un reflejo de la tendencia en España de que cada vez se tienen menos hijos. Al menos en el sector de población de nacionalidad española. Cuando se aborda esta situación con afán de proponer soluciones, tengo la impresión de que ocurre lo mismo que cuando un hombre está cavando una fosa. Si él piensa que el único modo de salir es continuar cavando, difícilmente logrará acceder al exterior. Necesita a alguien que, al menos, le haga parar y le señale hacia arriba. Sólo así conseguirá salir del propio hoyo.

¿Se puede hacer algo para dar la vuelta al hecho de que los españoles tengamos pocos hijos? Si se ve esta situación difícil como consecuencia de factores económicos, y, por lo tanto, se proponen medidas tipo incentivos, lo más probable es que se logre que no cavemos tan rápido nuestra fosa, pero nosotros sin duda seguiremos hundiéndonos más en ella. Es cierto que hay dificultades de carácter económico y que muchos matrimonios dicen no tener más hijos por el ahogo económico que eso supondría, y que no podrían dar a sus hijos esto y aquello. Lo que parece es que detrás de estos argumentos se esconde una actitud demasiado conservadora. El querer tener aseguradas tantas cosas para el futuro de los hijos engendra un miedo a tener hijos.

Pero tener hijos no es un problema económico sino una cuestión de aventura. Y además, de una aventura real y apasionante. Descubrir esto supone una visión nueva de la familia. Por supuesto que abrirse a la aventura de tener hijos implica asumir una serie de riesgos. Si se tienen tres hijos, es probable que no sea posible tener piso en la ciudad y chalet en la montaña, o que cambiar el coche sea un asunto continuamente pospuesto. Por no hablar de las noches a intervalos de tres horas para el biberón o el velar de continuo por las amistades de los hijos.

Las auténticas aventuras han estado marcadas siempre por el amor. ¿Qué enamorado no ha vivido su particular aventura por su chica amada? Quizá ha sido capaz de estar esperándola bajo su ventana cuatro largas horas, o ha llegado a interesarse por el tipo de películas que siempre había aborrecido. Y la enamorada, ¿acaso no vive ansiosamente la espera de una cita o de una simple llamada? Mientras sus padres o amigos podrían calificar aquello de una locura o una tontería, ella y él lo verían como una de las aventuras más apasionantes que han vivido, y que no cambiarían por nada en el mundo.

Pero además del riesgo inherente a toda aventura, ésta conduce a los héroes protagonistas a un tesoro que de otra forma no alcanzarían. Tener hijos es una aventura, y el tesoro que uno encuentra en ellos es impensable para los que razonan en términos de seguridad. Tener hijos enseña a los padres a querer. Y a querer de verdad. El cuidado de un niño es un cuidado absolutamente desinteresado. ¿Cómo retribuyen los hijos los servicios prestados por sus padres? Desde luego no siguiendo la lógica del mercado. Quizá los hijos agradezcan ese cuidado, o quizá no. Los padres no lo hacen ni por agradecimiento ni por obligación de un contrato. El cuidado, tanto material como educativo, lo hacen los padres por el bien de sus hijos. Los peucos pronto se quedan pequeños y el oso de peluche tiene una vida útil cada vez más corta. Pero saber amar desinteresadamente, esto es, querer a una persona por quien es y no por lo que tiene o puede hacer, es un tesoro cada vez más escondido en nuestra sociedad.

Un autor decía hace poco que la pobreza más profunda del hombre es la incapacidad de alegrarse. Formar una familia supone asumir unas condiciones, pero lejos de mermar el desarrollo de quien en ella se implica, posibilita la auténtica riqueza personal: la riqueza de saber darse. Estas condiciones suelen incluir recursos económicos escasos, pero cuando uno se abre a la perspectiva de tener hijos como fruto del amor y la entrega entre los esposos, obtiene algo que no puede comprar con dinero: la alegría de una vida plena de sentido y vivida como una aventura excitante.

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