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El imperio de la diversión

La calidad de una vida comienza a medirse por la cantidad de diversión que contiene

Uno de los rasgos que afectan medularmente a nuestra sociedad es el enorme auge del espectáculo, de la industria del entretenimiento y del comercio de la diversión. En estas semanas finales del curso académico un buen número de estudiantes se distrae de la tensión de los exámenes pensando que no harán nada de provecho en el verano, y eso es precisamente lo que más les atrae después de unas semanas de atención intensa al estudio. «Desconectar» es quizás el verbo que expresa mejor esa actitud ante las vacaciones, como si en nuestra vida ordinaria fuéramos máquinas de trabajar que se desenchufan al llegar el verano. Lo importante es distraerse, divertirse, desconectar de la rutina habitual.

Esto es así a escala europea. Nuestro país se ha convertido en un destino turístico, elegido por más de 50 millones de visitantes al año. Se trata —dicen nuestros conciudadanos europeos— de un país divertido, en el que es posible pasárselo muy bien y además sin hacer un enorme gasto. Toda España viene a ser en el verano como un Disney World para adultos.

De forma creciente el imperio de la diversión no se concentra exclusivamente en el verano, sino que se extiende a las demás temporadas del año, y no afecta sólo a la infancia y la juventud, sino que coloniza todos los estratos de la vida. Esto se advierte bien en los medios de comunicación, quizá particularmente en las cadenas de televisión. Los programas televisivos han dejado de tener una función formativa o informativa y se han volcado decididamente en el entretenimiento, «porque es lo que la audiencia pide» dicen los responsables.

En este sentido, me impactó la escena de hace unas pocas semanas en la cárcel de Pamplona. Se trataba de una situación extrema, como son casi siempre las que ocurren en los márgenes de la sociedad. Un preso marroquí, de 36 años, eludió los controles de seguridad en un momento de descuido y se encaramó al tejado donde permaneció durante más de dos horas hasta que, con la ayuda de un psicólogo, fue bajado a la calle en la cesta de los bomberos. Durante el tiempo que estuvo en el tejado de la cárcel amenazó con suicidarse y en una crisis de ansiedad arrancó varias tejas que echó a los viandantes y rompió la antena de televisión del centro penitenciario. «Nos has quitado la poca libertad que teníamos», le gritaban los otros internos, que le insultaban e increpaban para que se tirara del tejado a la calle y terminara así con su vida. El enfado de los presos por haberles roto la antena era notable. Aquel recluso les había dejado sin televisión, que es la forma legal que tienen de evadirse de su reclusión, al menos por unas horas al día.

Los ciudadanos libres que encuentran en la televisión el recurso habitual para desconectar, para liberarse de sus obligaciones, para no prestar atención a los demás, me dan todavía más pena que el recluso marroquí, pues muestran que, de forma voluntaria, se han sometido a una esclavitud de la atención que casi siempre les vacía y empobrece. Se trata —suele decirse— de descansar, de estar entretenido, de pasar el rato, pero todos sabemos que la distracción consiste casi siempre en prestar atención a cosas tan banales, en el mejor de los casos, como el cotilleo de los famosos o la vida privada de los invitados a los programas.

En nuestra sociedad hay un miedo atroz al aburrimiento y lo combatimos con el entretenimiento que narcotiza la capacidad de atención. Lo superficial, lo epidérmico o lo efímero son el antídoto que convierte la existencia humana en un zapping vital. Las formas preferidas de entretenimiento son ahora aquellas que producen una gratificación inmediata y que en todo caso no exigen apenas esfuerzo. De forma creciente, la calidad de una vida comienza a medirse por la cantidad de diversión que contiene. Como en realidad no se puede ser feliz —vienen a decirse— vamos a intentar al menos vivir entretenidos, vivir sin padecer la angustia de la soledad existencial.

Esta actitud, tan difundida en nuestra sociedad, que considera a la diversión como el objetivo final de la vida, convierte a la propia vida en un videojuego banal incapaz de dotarla de sentido. Quienes invierten su tiempo y su dinero en Second Life muestran la verdad de este diagnóstico. Viven una segunda vida en las pantallas de sus ordenadores porque no tienen una vida de primera, una vida real que merezca la pena, con sus penas y sufrimientos, pero también con sus gozos y alegrías.

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