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Alianza, ¿de qué civilizaciones?
Tras los sucesivos atentados de Nueva York, Madrid y Londres, además de los múltiples actos terroristas en diversas embajadas del mundo, el «crescendo» reaccional suscitado por las caricaturas burlescas del Jyllands-Posten y la reinterpretación errada del discurso pontificio en Ratisbona, la constatación de una confrontación entre civilizaciones se ha evidenciado aún más. La alianza de civilizaciones, iniciativa propuesta por el ejecutivo del gobierno español y abrazada luego por el entonces secretario de la ONU, Koffi Annan, ha carecido de un sustento de fondo que trascienda la dimensión demagógica propia de los devenires políticos y las buenas intenciones que suelen ir no más allá de los límites del papel.
Para alcanzar lo buscado no basta tener claro el fin (en caso de suponer la alianza como fin en sí misma) sino considerar reflexivamente los pasos. Es verdad que el diálogo es uno de ellos, acaso el más importante, pues implica la apertura al conocimiento de lo ajeno. Pero ¿de qué se va a dialogar si antes no se conoce el valor de la cultura, los elementos, desafíos y peligros comunes a afrontar? ¿Qué utilidad reportaría si queda reducido a monólogo receptivo sin posibilidad de apertura al ofrecimiento? Obviamente esto supone ir más allá de simplificaciones e implica tener una conciencia, conocimiento y aprecio de lo propio. Esto último no parece muy evidente en buena parte de las civilizaciones europeas (y cada vez más, desgraciadamente, en las americanas) quienes, como Unión, han negado una raíz común que ha conformado objetivamente su ser cultural, que les ha hecho ser esa cultura que «es la civilización propia de un pueblo que se ocupa de resolver graves problemas políticos y graves problemas sociales», esa cultura que «es la civilización de un pueblo ya adulto y ocupado en pensamientos viriles»)[1]. Dialogar implica conocer el pasado, vivir en el presente y actuar de cara al futuro de esos graves conflictos.
Supuesta la capacidad de dialogar, la cuestión se centra ahora entre quiénes deben ser los sujetos del diálogo y la finalidad del mismo. No se puede identificar ni a occidente ni a los países musulmanes como bloques culturales únicos, unificados y totalmente definidos. Se pecaría de omisión si se negase un protagonismo a civilizaciones de extremo oriente o se pasase desapercibida la contribución justa, válida y enriquecedora del mundo africano. Para todo lo anterior conviene dejar bien claro qué se entiende por cultura y qué por civilización dado que buscamos secundariamente responder a ello. «Cultura se refiere primariamente al individuo; civilización más bien a la convivencia, a la sociedad. La cultura es ad intra, la civilización ad extra. Por eso se denomina con preferencia cultura al aspecto intelectual y artístico, y civilización, más bien, a los aspectos sociales y técnicos utilitarios»)[2]. Lo anterior, culturalmente, es un dato de experiencia: en occidente España es muy diferente a la Argentina y en oriente medio no es lo mismo Jordania que Arabia Saudí; Japón varía mucho de Mongolia y China otro tanto de Australia. Desde la perspectiva de la civilización sí se puede hablar de bloques más o menos unificados por rasgos puntuales capaces de una alianza que vaya más allá de sí misma. De ahí que ésta deba tener un para qué irreductible a intereses económicos o a homogeneizaciones forzadas que, las más de las veces, aunque de forma velada, conservan la impronta de un colonialismo que se extiende a lo cultural. De suyo, la misma alianza podría desembocar en algo por el estilo en caso de no evidenciar una finalidad más noble, incluyente, solidaria, respetuosa y conciente. De no ser así no puede ser fin en sí misma.
Ciertamente la propuesta de una alianza tiene poco de original en la forma y mucho por profundizar en el fondo. Ya Juan Pablo II había trazado algo similar, con líneas claramente superiores, en el mensaje para la Jornada mundial de la paz de 2001. Ahí la repuesta al para qué del diálogo queda resuelta en la fórmula «la civilización del amor y de la paz»; es decir, para una convivencia (fin que va más allá de una somera alianza por la alianza) que supere la confrontación promocionando la cooperación. Vista así, una alianza a secas es obsoleta mientras no esté orientada a apreciar los aspectos de la propia cultura y reconozca al mismo tiempo sus límites; una alianza sí puede ser fin si busca evitar los conflictos examinando con espíritu abierto los principios éticos subyacentes en cada cultura y civilización y siendo conciente de que toda verdadera autenticidad y validez se miden por el grado en que se promueve la dignidad y el bien de la persona humana. Una alianza es posible si se mira desde la perspectiva de la convivencia pacífica; es efectiva y sustancial en la medida en que los actores tengan una lúcida memoria histórica, estén dispuestos a ir más allá de discursos elocuentes y encuentros de fotografía abriéndose humildemente a los valores del otro y aprendiendo a estimar y respetar lo que de bueno y verdadero hay en lo ajeno. El diálogo sólo es posible entre civilizaciones que poseen una cultura abierta. Abierta no es sinónima de sumisa sino de capaz de argumentar, aceptar y, si cabe, ordenarse al cambio en bien del hombre.
Notas
[1] Donoso Cortés, Juan. Obras completas, I, p. 596, B.A.C., Madrid 1946.
[2] Amable Baliñas Fernández, Carlos. Enciclopedia de la cultura española, II, p. 629-630, Editora Nacional, Madrid 1965
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