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Debate eclesial sobre la globalización

La próxima reunión del G8 en Génova, ha despertado un interesante debate en el seno de la Iglesia italiana sobre el fenómeno de la globalización. Por un lado numerosas organizaciones católicas (entre ellas la Acción Católica de trabajadores italianos y el Movimiento Cristiano de trabajadores) se han alineado con buena parte de las críticas del movimiento antiglobalización a través de un manifiesto (rechazando, por supuesto, los métodos violentos). Por otra parte, una treintena de personalidades relevantes del mundo católico, han criticado ese manifiesto por su maniqueísmo y su rechazo irracional del desarrollo y la tecnología, así como por subordinar su pensamiento a ideologías completamente ajenas a la tradición cristiana.

El propio Arzobispo de Génova, cardenal Tettamanzi, acaba de publicar un libro en el que presenta la globalización como un fenómeno ambivalente, ya que puede producir efectos positivos para el desarrollo del Tercer Mundo, si bien advierte que si no está gobernada por principios éticos y de solidaridad, el resultado podría ser que se agrande más aún la brecha entre ricos y pobres. Otra muestra de la efervescencia y la riqueza del debate, ha sido un reciente Congreso en que el Movimiento de los Focolares ha presentado la experiencia de la ?economía de comunión?, como una forma alternativa de producir y vender, que no tiene como criterio exclusivo el beneficio sino una cultura de la solidaridad que nace de la experiencia cristiana de sus miembros.

Todo este debate demuestra que los cristianos no pueden quedar indiferentes frente a las necesidades de los hombres, ni frente a las injusticias presentes en cualquier ámbito de la vida. Por el contrario, como se ha demostrado tantas veces a lo largo de la historia, la fe vivida en comunidad abre los ojos, anuda voluntades y despierta la inteligencia para cambiar eficazmente la realidad, y hacer posible una tierra más habitable y segura.

Ahora bien, el intenso debate de estos días advierte también frente al peligro de que las posiciones de los grupos católicos sean cautivas y dependientes de esquemas ideológicos abstractos, que además de no resistir un análisis riguroso, son abiertamente opuestos a la tradición cristiana. Durante las décadas de los sesenta y los setenta del pasado siglo, la Iglesia sufrió mucho a causa de esa subordinación ideológica que anula la creatividad de la fe y termina por vaciarla de sustancia.

El cardenal Tettamanzi ha subrayado que la globalización es un dato del que no se puede escapar: a los católicos les toca intervenir en este proceso con la lógica de una libertad responsable, que busca ponerlo al servicio del hombre y de sus derechos. Y eso se logrará sólo de un modo aproximado y parcial, fruto de una tensión permanente para corregir errores, para introducir nuevas formas de relación en el comercio, en las relaciones laborales y en los sistemas productivos. Pero desde luego no se logrará con los esquemas que huelen a marxismo revenido, tan habituales en el llamado ?pueblo de Seattle?. La Iglesia sí es un verdadero pueblo, con dos mil años de camino a las espaldas: en ella no deben arraigar el conformismo ni la indiferencia, y por eso surgirán denuncias fuertes contra los sistemas injustos, nuevos debates y contrastes enriquecedores, bullir de iniciativas con mayor o menor éxito. Lo que no tiene sentido es abordar el asunto del brazo de mitos y tópicos gastados, mientras se echa en saco roto la tradición cristiana, con la riqueza de su enseñanza social y la experiencia viva de sus obras y movimientos.

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