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Dios es feliz
En el muro de una vieja iglesia del Albaycín granadino alguien ha pintado con gruesas letras: «Odio la idea de Dios». Pero no es sólo este anónimo grafitero el que reniega de Dios. Muchos progresistas, titulados o sin título, andan constantemente combatiéndolo. Unos dicen que Dios es un concepto sin sentido, otros celebran que la ciencia lo considere una hipótesis innecesaria, otros dicen que es obstáculo para la convivencia, que ha sido la causa de no sé cuantos males para la humanidad, que coarta la libertad del hombre, que hay que eliminarlo de la educación y de la sociedad para que puedan ser reconocidos nuevos derechos.
Pero Dios, que existe por sí mismo y que es más grande que el universo, está por encima de todos nosotros, pobres criaturas limitadas en el tiempo, dotadas de libertad para poder aceptar o rechazar a aquel en quien vivimos, nos movemos y existimos, pero cuyos insultos, blasfemias y desdenes no pueden dañar a Dios de ninguna manera: ni necesita nuestras alabanzas, ni nuestras bendiciones le enriquecen, reza la Iglesia en uno de los prefacios eucarísticos...
Los creyentes pensamos a menudo en Dios como creador, como juez, como fiel y misericordioso o como Padre, pero nos olvidamos de algo obvio: Dios es el ser que vive por sí en una inefable felicidad eterna. Dios es feliz porque es familia, porque, en un acto eterno de amor, engendra a su Hijo que le corresponde y de esta corriente de amor mutuo procede el Espíritu Santo. De esta relación misteriosa de amor trinitario, Dios quiere hacernos participar a todos los hombres, pero el hombre no podría amar a Dios dada la distancia infinita que los separa, no espacial sino esencial. Solo Dios puede amar a Dios, por eso engendra al Hijo, engendrado no creado, como repetimos en el credo de Nicea. Se pueden crear sosas diversas, pero cuando se engendra solo es engendrado alguien de la misma especie, el hombre al hombre, Dios a Dios.
Por eso Jesús, el Hijo de Dios, se hace hombre como nosotros para que todos los hombres, incorporados a Él puedan entrar en el gozo eterno de la felicidad divina. La gloria de Dios es que el hombre viva y la gloria del hombre es la contemplación de Dios. El Evangelio de Jesús es esta buena noticia: que el Padre nos ama, que el Hijo se entrega por nosotros y que el Espíritu Santo nos da una vida nueva, ¡si queremos!
Quizás los cristianos somos culpables de haber oscurecido el rostro de Dios, de haber manipulado la buena noticia de su evangelio, de haber tomado su nombre en vano, de predicar un Jesús distinto del Hijo de Dios. Todas nuestras culpas pueden haber ocasionado que el nombre de Dios sea odiado y execrado. Pero el rechazo de Dios amputa nuestra vida, la reduce al aquí y ahora, la priva de un sentido trascendente gracias al cual cualquier sufrimiento es pasajero en la esperanza del encuentro definitivo con Dios para gozar con Él eternamente.
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