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Cuando el hijo llega enfermo
Bentley Glass (1906-2005), un famoso genetista, escribió hace años que no debería nacer ningún hijo con defectos.
En un artículo publicado en una revista científica en 1971, decía literalmente: «En el futuro ningún padre de familia tendrá derecho de cargar a la sociedad con un hijo deforme o mentalmente incapaz». Apoyaba esta idea con la defensa del derecho a nacer con una sana constitución física y mental.
Han pasado más de 30 años de unas afirmaciones que eran, en su tiempo, una provocación, un reto, casi una amenaza. Hoy día, sin embargo, las palabras de Glass están convirtiéndose en una triste realidad: con o sin presiones, muchos padres deciden no acoger la vida del hijo que llega enfermo. Usan, para actuar así, la misma excusa propuesta por Glass: todo niño tendría derecho a nacer sano. Lo cual se ha convertido en negar el derecho a nacer para los hijos enfermos.
Muchas sociedades, hemos de reconocerlo en justicia, han hecho un trabajo enorme para permitir el acceso a los edificios y a la vida comunitaria de personas con lesiones o enfermedades de diverso tipo. Pero ese esfuerzo a favor de los minusválidos convive trágicamente con la eliminación de miles y miles de hijos antes de nacer, porque un test genético o una ecografía descubrió en ellos defectos de mayor o menor gravedad.
En un libro publicado el año 2002, Leon Kass, conocido experto de bioética en los Estados Unidos, exponía esta anécdota. Un médico, acompañado por sus alumnos, visitaba a los pacientes de un hospital anexo a un centro universitario. Se detuvo ante un niño de 10 años que estaba allí por haber nacido con espina bífida, pero que en lo demás era bastante normal. En voz alta, delante del niño, explicó a sus alumnos: «Si este niño hubiera sido concebido hoy día, habría sido abortado».
Ver al hijo enfermo como una carga, pensar incluso que sería normal o que existiría una «obligación» de eliminarlo, debería provocar una sana reacción de alarma. No podemos permitir que se discrimine, que se margine, que se elimine, a un ser humano por el hecho de tener defectos. Necesitamos movilizarnos, a nivel personal, familiar, social, en el mundo de la cultura y de la medicina, para que nunca una enfermedad o un cromosoma se conviertan en un permiso, o peor aún, en un mandato, para eliminar al hijo.
Las afirmaciones de Bentley Glass viven hoy día entre quienes, a través de la fecundación artificial, buscan «producir» hijos sanos. No nos advierten de la doble injusticia que se esconde en esas «producciones»: por un lado, recurrir a la fecundación artificial, con todos sus peligros y con su tendencia a considerar al hijo como objeto; por otro, escoger, después de un análisis genético, sólo a los embriones (hijos) sanos, mientras los embriones enfermos son eliminados o congelados de modo indefinido.
El progreso de la medicina diagnóstica y de la genética debe ir acompañado por un progreso en la justicia y en el amor hacia todos y cada uno de los seres humanos. Conocer la situación sana o enferma de un hijo tiene sentido humanizante sólo si buscamos cómo curarlo y cómo atenderlo de la mejor manera posible.
Un test nunca debe convertirse en un permiso para matar. Más bien, el test tendrá que ser siempre un medio para ayudar y proteger la vida de cada ser humano. Lo cual será posible sólo si el test está acompañado por una conciencia recta y por un corazón bueno, capaz de reconocer que, siempre, sin condiciones, cada vida humana es algo maravilloso, merecedor de nuestro amor y de la mejor asistencia médica.
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