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Buscar la felicidad, buscar a Dios
En la Declaración de Virginia de 1776 se habla de los derechos inherentes a todos los hombres a la vida y a la libertad con los medios de adquirir y poseer la propiedad y perseguir y obtener la felicidad y la seguridad. Dos mil años antes, Aristóteles decía en su Política que los hombres siempre actúan para obtener aquello que les parece un bien. El hombre busca siempre la felicidad a la que considera el mayor bien deseable, aunque rara vez consigue ser feliz, ¿por qué?
Posiblemente cuando cada hombre ejercita su derecho a perseguir la felicidad, busca cosas que le parecen bienes, pero cuando llega a obtenerlos comprueba que no le producen la felicidad que imaginaba. Otros se agotan en la búsqueda de cosas que no consiguen alcanzar, y se sienten desgraciados y echan la culpa de su infelicidad al sistema, a los otros, a la mala suerte, incluso a Dios. Otros no buscan nada, se resignan a la mediocridad y a un vago resentimiento que tampoco les deja ser felices.
El corazón del hombre es incolmable. San Agustín buscó la felicidad, buscando la verdad y descubrió que el corazón del hombre está hecho para Dios y solo en Dios puede ser feliz. Frente a los que creen que eliminando a Dios de sus vidas podrán ser más felices, los creyentes afirmamos que solo en el amor de Dios podemos aquietar nuestro corazón y encontrar la felicidad. No la felicidad de tener cosas, de pasarlo bien, de gustar placeres y sensaciones, sino la felicidad de saber que nuestra vida y nuestros sufrimientos tienen sentido y trascienden más allá de la muerte en un encuentro gozoso y definitivo con Dios.
Si negamos a Dios y nos cerramos a la trascendencia, perderemos el sentido de nuestra vida, correremos tras una felicidad engañosa que siempre nos dejará insatisfechos y nos seguirá impulsando, equivocadamente, a pensar que con más cosas, más dinero, más poder, entonces seríamos felices, en una carrera que terminará cuando agotados y tristes nos resistamos, sin éxito, a morir.
Aunque ahora no se lleve hablar de ello hay que recordar que el hombre es algo más que sus planes, sus proyectos, sus actividades, sus deseos y sus obsesiones. El hombre tiene una vida dentro de sí que hay que cultivar, la vida interior, la espiritualidad. Cuando nos llaman la atención los libros que hablan de zen, de yoga, de budismo o de meditación trascendental, es que nuestro hombre interior se siente atraído, aunque nos gustaría que todo aquello que nos ofrecen estos orientalismos nos sirviera para sentirnos más cómodos, más relajados, algo así como una espiritualidad sin esfuerzo y sin Dios.
Pero Dios, de quien tantos pretenden huir, sigue saliendo a nuestro encuentro para ofrecernos su amor, la única cosa que puede llenar nuestro corazón. No es difícil encontrarnos con Él, basta que estemos dispuestos a dejarle sitio, a desprendernos de tantas cosas como nos aprisionan y nos dejan vacíos, y ponernos en actitud de oración. Ya sé que hablar de oración tampoco está de moda, pero es la única forma de dejarnos encontrar por Dios. Es seguro que todas las cosas del mundo no podrán llenar nuestro corazón pero solo Dios basta, como decía Teresa de Ávila.
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