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Ciudadanía, Escuela y Familia

La palabra es una realidad maravillosa. Algunos piensan que somos los seres humanos quienes hemos hecho la palabra. Prefiero la opinión de quienes creen que es la palabra la que nos ha creado a nosotros como seres inteligentes y libres. «Al principio era la Palabra» —leemos al comenzar el evangelio de San Juan. En todo caso, el poder de la palabra humana es inmenso. Para bien y para mal. Lo estamos comprobando estos días con el debate suscitado en torno a la «Educación para la ciudadanía», la nueva asignatura obligatoria introducida por la LOE en el sistema educativo español. Trataré de aportar mi palabra personal al concierto de palabras diversas y contrapuestas que se han escuchado estos días.

Una fórmula bien cincelada puede resultar deslumbradora. Pero la palabra, más que la emoción, de por sí pide el raciocinio. Por ejemplo, estas fórmulas de un orador de mucho eco: «los valores y el respeto a las reglas se conforman y fortalecen con el ejemplo de los padres, pero se enseñan, se reflexionan y se ejercitan en la escuela»; «si la familia es decisiva para la socialización, la escuela lo es para la ciudadanía». O esta otra de un escritor de éxito: «¿Quién enseña el lenguaje a los hijos? Los padres, y, entonces, ¿no vamos a enseñar gramática en las escuelas?». Hay que reconocer que son formulaciones brillantes. Pueden impresionarnos. Pero no nos convencen como argumentos racionales para dar por buena y necesaria la «Educación para la ciudadanía» de la LOE y de sus Decretos, que es lo que pretenden sus autores.

Son fórmulas que adolecen de un mismo defecto: poner en competencia a la familia con la escuela y viceversa. Su brillo puede inducir a pensar precisamente lo contrario, es decir, que —a diferencia de lo que harían los detractores de la asignatura— esas fórmulas consiguen equilibrar los papeles de ambas instituciones repartiendo entre ellas las funciones de modo armónico: la familia pone el lenguaje y la escuela, la gramática; la familia conforma los valores y la escuela los reflexiona.

En realidad —como digo— quienes eso afirman conciben la familia y la escuela como cotos cerrados con sus respectivas competencias más o menos intocables. Por eso echan tanto en falta una asignatura como la causante de la mayor polémica educativa que se recuerda desde hace mucho tiempo. Porque, en su opinión, nadie estaría enseñando «gramática», ni «reflexionando sobre los valores» ni, por tanto, cultivando la ciudadanía. En su reparto de competencias, la familia no lo puede hacer, y la escuela, al parecer, no lo habría hecho hasta ahora. Quienes nos negamos a aceptar que una formación estatal obligatoria de las conciencias, como la «Educación para la ciudadanía» de la LOE, sea una opción ética ni democrática no argumentamos así. Al menos, quienes lo hacemos desde la Doctrina Social de la Iglesia, es decir, en nuestra opinión, desde una ética racional iluminada por la fe cristiana. La familia y la escuela no tienen competencias exclusivas, no van «en paralelo», como ha dicho también uno de los anteriormente citados, autor de un manual de «Ciudadanía» muy publicitado por el Gobierno. No. Eso —a pesar de las fórmulas— lo dicen, efectivamente, ellos, y por eso, a mi modo de ver, se equivocan. Por el contrario, la familia y la escuela comparten una misma tarea educativa en toda su complejidad y belleza. Los niños no son mecanos, compuestos de piezas, que aquí adquieren una virtud y allí una destreza. Son seres vivos e inteligentes que crecen orgánicamente. Y el lenguaje lo adquieren en un sitio y en otro y la gramática, también. Todo ello, incluso en ese orden de las capacidades naturales y científicas que algunos —aunque sean profesores de ética— parece que no acaban de distinguir del otro orden, cualitativamente distinto, que es el de las capacidades morales. En el orden de lo moral, el grado de comunidad entre la familia y la escuela es o debe ser aún mayor. Porque es verdad: la gramática se aprende más en la escuela. Pero en lo que toca al sentido del bien y del mal y de la orientación en la vida, es decir, a la moral (tanto «personal» como «social»), la escuela sólo tiene competencia en colaboración directa con la familia y por elección expresa de ésta.

Tal vez lo que les pase a quienes propugnan ese forzado e imposible reparto de papeles entre escuela y familia sea que no acaban de entender del todo el quicio sobre el que se asienta el derecho a la libertad de enseñanza, reconocido como derecho fundamental también por la Constitución Española en el artículo 27, 3 y que va íntimamente unido al de libertad de conciencia. Por supuesto que la escuela puede y debe enseñar valores. Por supuesto que el Estado debe procurar que así se haga. Pero la cuestión delicada y decisiva es definir el sujeto originario de tal enseñanza. La Constitución excluye que sea el Estado, o la escuela estatal, como también la escuela de iniciativa social, pues sólo menciona como tales a los padres.

Nuestra Carta Magna recoge en ese precepto una tradición de honda raigambre cristiana que ha pasado a ser piedra de toque del verdadero Estado de Derecho. Si los padres, si la familia se ve obligada a aceptar que sus hijos acaben pensando y actuando según una formación estatal obligatoria de la conciencia, se habrá cercenado un derecho humano fundamental. No importa cuáles sean los contenidos o la orientación concreta de tal formación obligatoria. Los obispos no han dudado en decir que, aunque fuera la orientación católica, no lo podrían aceptar. Tan serio es el derecho originario de los padres a decidir.

Naturalmente, es cierto que, por lo general, los padres no impartirán ellos mismos una formación moral sistemática, o, si se quiere, una reflexión metódica sobre los valores que desean para sus hijos y que han ido conformando en la convivencia doméstica. Para eso está, en efecto, la escuela. Pero la escuela, muy especialmente en este campo, en estrecha colaboración con ellos y según su elección. Bien porque han podido elegir una escuela de iniciativa social cuya finalidad sea precisamente proporcionar un educación integral según un ideario propio concorde con la elección familiar; o bien, en la escuela estatal, eligiendo las opciones religiosas y morales que en ella se ofrecen para la libre opción.

Lo que está en cuestión es la justa articulación de familia y escuela, no precisamente un reparto de papeles en paralelo. Este reparto no es posible más que en las planificaciones de ciertos ingenieros sociales con proyectos poco conformes con la realidad del ser humano. Planificaciones, por cierto, nada nuevas ni inéditas, sino, por desgracia, tristemente llevadas a la práctica en los sistemas políticos supuestamente creadores de «hombres nuevos», que acabaron, como es sabido, por destruir económica y moralmente a sociedades enteras.

Se juega aquí un derecho fundamental de primer orden, cuyo respeto comporta la realización efectiva de la justicia y cuya vulneración pondría en cuestión el justo orden democrático. Por eso está muy bien dicho que quien contribuya a la implantación de una asignatura cuyo objetivo confesado es la formación estatal obligatoria de las conciencias está prestando una colaboración objetiva al mal, a la injusticia. Tal contribución puede ser de muy diverso orden. No quedan excluidas de ella personas o instituciones que actúan de modo acomodaticio, tratando de aminorar el mal en su propia parcela. Está bien aminorar el mal en el propio círculo. Pero si hay instrumentos para hacerlo, es un imperativo moral ir a la raíz de un mal y de una injusticia que afecta a todos; a los de fuera, sin duda, pero, a pesar del incierto acomodo de programas, también inevitablemente a los del propio círculo, que ni viven en otro mundo incontaminable ni están eximidos de la solidaridad efectiva. Tales instrumentos existen. En primer lugar, la palabra. Y luego, la Justicia. Por ahora, que no nos falte la palabra

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