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Reflexión sobre la humildad

Cuando María, la hermana de Lázaro, se inclina ante Jesús para ungirle los pies con perfume de nardo puro y enjugárselos en seguida con su propia cabellera (cf. Jn. 12, 3), no estaba ejecutando ningún acto de humildad sino de justicia. Cuando Jesús se quita sus vestidos y se ciñe una toalla para lavar y secar los pies de sus discípulos (cf. Jn. 13, 4-5), no estaba actuando justamente sino con humildad.

La justicia reconoce la verdad honradamente; la humildad se inclina dócilmente por amor gratuito. Suele decirse que una persona es humilde cuando se abaja ante la grandeza de otra, cuando aprecia una cualidad superior a la suya o cuando reconoce el mérito del otro sin envidia. Pero eso no es humildad sino honradez. Por muy difícil que sea reconocer una grandeza que eclipsa nuestro propio ser y nuestras cualidades, el hacerlo no es más que honradez.

La humildad no va de abajo hacia arriba, sino inversamente. No consiste en que el más pequeño rinda homenaje al más grande, sino en que éste último se incline respetuosamente ante el primero. Nos muestra claramente que es erróneo querer derivar la mentalidad cristiana de las costumbres terrenas. Así vista, se comprende muy bien que el grande se incline con bondad hacia el pequeño y aprecie su valor, que se sienta emocionado por la debilidad y se coloque ante ella para defenderla. La verdadera humildad estriba en esto, en el respetuoso inclinarse del más ante el menos; del mayor ante el menor.

Pero al rebajarse así, ¿no significa perderse a sí mismo? No. El grande que adopta la actitud humilde está seguro de sí y sabe que cuanto más intrépidamente se lance hacia abajo tanto más seguramente se hallará a sí mismo. ¿Es que el grande es recompensado por este movimiento? Ciertamente. Su humildad le hace descubrir el valor de la pequeñez como tal; encuentra la grandeza de lo diminuto, de lo chiquito, de las minucias; llega así a captar que la vida es un continuo ejercicio de virtuosas pequeñeces que hacen la existencia grande y valiosa. No comprende tan sólo que el pequeño «tiene también su valor», sino que es valioso precisamente porque es pequeño. He aquí un profundo misterio que se manifiesta al hombre verdaderamente humilde.

Cuando nos arrodillamos ante un sacerdote durante la confesión, para recibir la bendición o ante Jesús Sacramentado, no realizamos un acto de humildad sino un acto de verdad ya que creemos que el presbítero hace las veces de Cristo, escucha y perdona en su nombre, y creemos también en la grandeza de Dios escondido en la Hostia. Somos humildes cuando nos abajamos a los pobres para honrar en ellos el gran misterio de amor de Dios hacia todos y no por simple humanitarismo. Y es que además, ¡nunca es más grande el hombre que de rodillas!

Quizá conocemos muy bien la teoría de la humildad; qué es, en qué consiste... y la olvidamos fácilmente. Necesitamos modelos y, ciertamente, los tenemos. Santa Bernardita, la vidente de la Virgen de Lourdes, expresaba ejemplarmente la vivencia de esta virtud cuando, ya como religiosa, años después de las apariciones, abre su alma y confiesa: «...Fíjese, mi historia es muy sencilla. La Virgen se sirvió de mí. Después me dejaron en un rincón. Ése es ahora mi sitio, ahí soy feliz, ahí me quedaré». En los «Diálogos», santa Catalina de Siena presenta aquellas palabras que Jesús le reveló y que tanto le ayudaron para caminar victoriosa por la vía de la santidad: «Tú eres lo que no eres; Yo Soy el que Soy. Si conservas en tu alma esta verdad, jamás podrá engañarte el enemigo, escaparás siempre de sus lazos».

Pero es en Jesucristo en quien la humildad experimenta su apoteosis: ya no es el hombre sino Dios mismo el que la hace suya y se identifica con ella. La más alta cumbre de esta humildad divina tiene efecto, sobre todo, en dos momentos: el nacimiento y la pasión. Los demás, la elección de los discípulos, la predicación a las masas ignorantes, el perdón a los pecadores, la salud a los enfermos, los milagros, el lavatorio de los pies..., son actos de humildad secundarios que tienen sentido a la luz de la humildad vivida como pobreza en el nacimiento en la cueva de Belén y en la humildad que dice degradación, ignominia, ofensa, deshonra e iniquidad en la soledad de la cruz. Nacimiento y pasión: humildad por amor. «¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?» (Sal. 8, 5). Se entiende la humildad divina cuando se ha captado que Dios nos supera, que está a otro nivel; y es justamente en ese momento cuando se valora la humildad y se busca necesariamente llevarla a la práctica.

Quien ha escuchado en su interior aquel «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto», con la interpelación vivaz de la Palabra de Dios meditada, sabe que la humildad, como las otra seis virtudes contrarias a los pecados capitales, no es una opción ante la cual cabe declinar la invitación sino una necesidad que, mientras falte, nos hará permanecer inquietos, sin paz, intranquilos: imperfectos e infelices. Los hombres hallamos nuestra felicidad en el Bien supremo que es Dios. Las virtudes —bienes que llevan al Bien— nos perfeccionan; son la escalera de acceso que nos introduce en la casa del Bien. Cuando Jesús pisó ese escalón no se renunció a sí mismo sino que nos reveló la misteriosa grandeza divina de la humildad; un misterio que ha quedado bellamente expresado en otra invitación que permanece como tarea para todo creyente: «Sed mansos y humildes de corazón». Qué duda cabe: la humildad es más fácil al que ha llevado a cabo alguna cosa, que al que nunca ha hecho nada.

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