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La realidad de nuestra muerte

Hay algo de lo que todos estamos seguros, independientemente de nuestras creencias: algún día moriremos. Frente a esta certeza, podemos optar por rechazar esta idea molesta o aceptarla con la serenidad adecuada.

Para quien la vida represente una carrera hacia la conquista de lo material y lo perecedero, la muerte es tragedia, brutal asesinato de todos los sueños, fin de todas las ambiciones y vanidades. En la tumba termina todo. Por eso, negar que la muerte es una entrada a la trascendencia, es disminuir al hombre a un simple organismo que nace, se reproduce y muere. En cambio, para el que cree que la muerte es sólo el tránsito de la tierra de lágrimas a la alegría definitiva y perdurable, morir es un paso necesario y fundamental para realizarse como persona íntegra.

Lo curioso es que según el concepto que se tenga de la muerte, eso determinará el grado de felicidad que una persona puede lograr aquí en la tierra. Quien niega la realidad de la muerte y su papel clave en la redención personal, vivirá irremisiblemente angustiado toda su vida. Quien la acepte como algo bienvenido y necesario, desdramatizará todas las cosas de la vida y vivirá con su conciencia tranquila.

Ilustremos con un ejemplo estas dos posibilidades. Una persona que piensa que todo se acaba con la muerte, dirige todas sus acciones y esfuerzos hacia una de estas cosas: satisfacer su egoísmo; luchar por una vida digna para él y los suyos; realizarse en su profesión; acumular nombramientos y riquezas, pues si todo se acaba cuando el corazón se detiene, más vale aprovechar el tiempo... Es en este caso cuando las cosas se suelen hacer pensando exclusivamente en el rédito público que el accionar pueda tener, es decir, se trabaja, se lucha y se hace tan sólo para satisfacerse a uno mismo y dejar en claro a los demás que uno no es del montón. Como la visión trascendente no existe, no hay nada más allá por lo que luchar, por lo tanto, la muerte es verdadera tragedia y desconsuelo sin fin para los que sufren la desaparición del amado. Su recuerdo y sus cenizas se disolverán para siempre y no habrá reencuentro posible. Por eso, hoy en día, el tema de la muerte es un tema esquivado, disimulado y ausente en la conversación, porque el pensamiento ateo y negador de la trascendencia hace de la muerte el fin de todo. Es entonces cuando no importa el cielo que se gana, sino que importa el juicio de los hombres, lo único que está a la vista para el hombre sin fe. Y el incrédulo se encuentra entonces sometido a un juzgamiento que es caprichoso, parcial y subjetivo. Y luego, no es de extrañar los innumerables casos de depresiones y melancolías vitales sin fin...

Mientras que el hombre que no cree en la misión salvifica de la muerte vive pendiente del juicio de los demás (puesto que es el último eslabón de la cadena existencial), el hombre de fe, el que cree que toda buena acción tendrá su recompensa, no se preocupa realmente demasiado por el juicio humano, ni de sus injusticias ni de sus imprevistos. Sabe que, tarde o temprano, tendrá su recompensa y su consuelo, aunque aquí no lo tenga. La muerte no es un drama; es, de alguna manera, una dulce espera.

Por eso, es radical el cambio que puede tener la vida de una persona en cuanto deja de pensar a la muerte como un drama y lo piensa como un encuentro. Es cierto que es difícil, para quienes quedan en la tierra, asumir la partida del ser querido como una ausencia temporaria, pero por otra parte, el que cree tiene una ventaja increíblemente superior respecto a quien no tiene fe: sabe, con certeza, que algún día el mismo se reunirá con quienes amó y con quien hizo posible ese amor: Dios.

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