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La unión hace la fuerza

Es un hecho, que cuando se recuerda a nuestros contemporáneos la necesidad de los valores morales elementales, como por ejemplo, el dominio de uno mismo, el sacrificio por el prójimo y por la colectividad, nos exponemos a pasar por ingenuos o retrasados.

Pero leyendo un artículo de un estudio sobre el líder comunista de China, Mao Tse Tung y su revolución cultural, veo que ese país es uno en el que se cree en la virtud y en donde se moraliza a ultranza. Todo se reduce a la condena del egoísmo; a la exhortación a la entrega total de uno mismo en pos de un ideal, en cuyo seno el individuo queda superado o absorbido. En dos palabras: estamos ante la presencia de un ascetismo coronado por una mística, prolongando ambas en línea recta, una tradición religiosa tan antigua como la humanidad, con la única diferencia de que la adoración de un Dios trascendente es reemplazada por el culto a Mao.

Mientras tanto, en Occidente se entregaban a los derroches de los análisis psicológicos que desembocan en la negación del alma y de la libertad; y en el orden de la acción, boga sin timón, agitado por los contradictorios vientos del interés y del placer individual.

Escepticismo en el pensamiento y disolución en las costumbres. No es lícito reírse del simplismo o de la moral o religión chinas. No hay que olvidarse que son las ideas sencillas y claras las que siempre han dirigido al mundo. Acertadas o erróneas, todas tienen un común denominador, que es la eficacia.

Con ideas sencillas subyugaron los romanos a los refinados y decadentes griegos; los turcos pusieron fin a las sutilezas bizantinas y Hitler, después de reducir a Alemania, casi conquistó Europa. Un conocido me comentaba, que después de leer el libro rojo de Mao, le parecía que habían gastado demasiadas páginas para enseñarnos una sola verdad: que la unión hace la fuerza. Comparto su opinión, solo que el día en que la fuerza realizada por esta unión china caiga sobre nosotros, me temo que su sonrisa de desprecio se va a cambiar por una mueca de terror.

Los lugares comunes son los que unen a los hombres y los que crean las comunidades. No hay lazo social perdurable y fecundo sin una constante victoria sobre el egoísmo y la consagración al bien público.

Y éste es quizás el oscuro presentimiento, lo que explica la paradójica actitud de muchos jóvenes intelectuales, que predican la anarquía, la absoluta libertad sexual, etc. y por otro lado se dicen discípulos de las virtudes. Intoxicados por una libertad y facilidades con las que no saben que hacer, sienten en su interior la necesidad de una disciplina y de un orden, pero incapaces de volver a ellos por sus propias fuerzas; esperan el látigo del domador para entrar en el recto camino, como cuando se entregan ciegamente a un líder, como ocurrió en la China de Mao.

Este estado de espíritu es tanto más irrisorio cuanto que nuestra tradición cristiana nos ofrece todos estos elementos para la salvación de los individuos y la armonía de la sociedad.

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