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El Papa que no se arredra

Ya es casi un tópico decir que Juan Pablo II ha sido el sucesor de Pedro más parecido al Apóstol Pablo. Y no sólo por sus infatigables viajes para predicar el Evangelio, sino por su franqueza y libertad a la hora de guiar a las comunidades cristianas. Este viernes, Juan Pablo II realizará otro de esos imposibles que jalonan su pontificado: peregrinará al Areópago de Atenas, donde Pablo se dirigió a los filósofos de su tiempo para anunciarles que el Dios desconocido, ese que anhelaban e intuían, tenía un nombre, un rostro y una historia, los de Jesús de Nazareth, el crucificado y resucitado. El Papa sabe que también hoy son millones los que buscan a tientas al Dios desconocido, sin conocer su rostro. También él, como Pablo, quiere anunciarles a Jesucristo, muerto y resucitado, el único que puede cambiar y de hecho cambia, al hombre y al mundo.

Pero las coordenadas inmediatas del viaje no parecen favorecer la urgencia evangelizadora del Papa. Si a San Pablo le escucharon con curiosidad al principio, para mofarse después, a Juan Pablo II le espera un comité de recepción capaz de arrugar a cualquiera. Una parte del clero ortodoxo ha sacado a pasear el resentimiento y ha desempolvado los más rancios tópicos anticatólicos para oponerse a la visita. Incluso se han organizado manifestaciones contra el Papa, acusado de ser el anticristo y de haber propiciado las guerras de los Balcanes. Mientras tanto, la minoría católica (unos 45.000 griegos más 150.000 extranjeros) vive una marginación política y social inaceptable en cualquier estado de la Unión Europea.

El Papa es consciente de todas estas dificultades, tanto que ha tenido que pasar por diversas humillaciones para pisar suelo heleno. La última y quizás la más dolorosa, que el Arzobispo Christodoulos de Atenas, Primado de Grecia, se niegue a orar junto a él. Pero si en el muro de incomprensiones y prejuicios se abriera al menos un resquicio, el buen pueblo cristiano de Grecia podrá apreciar el alma de pastor de Juan Pablo II, su defensa inquebrantable de la dignidad sagrada de todo ser humano, su amor a la tradición oriental, y su pasión por la unidad de las Iglesias de Oriente y Occidente.

En su Carta para iniciar el nuevo milenio, el Papa repite varias veces esa frase de Jesús dirigida a Pedro: Duc in altum, rema mar adentro& Está claro que Juan Pablo II ha hecho suya la invitación sin temor al oleaje. Quizás su testimonio de fe, tan libre y auténtico, ayude a sanar una herida que ya dura mil años. Quizás al anciano Papa que un día lejano vino del Este le toque sembrar con lágrimas este duro terreno para que otros vean el día feliz de la unidad.

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