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El gen religioso
Los estudios antropológicos y sociológicos del siglo pasado han puesto de relieve algunos datos incuestionables sobre el hecho religioso. Primero, la universalidad, tanto histórica como geográfica, de la religión; en todas las épocas y en todas las culturas lo religioso ha formado parte de los pueblos y las civilizaciones. Segundo, la importante función de lo religioso tanto en lo personal como en lo social; las creencias en elementos sobrenaturales, no sólo han marcado las vivencias y comportamientos individuales, sino que han estructurado el entramado de la vida colectiva y cultural. Por último, la influencia innegable del contexto social en la vida religiosa; la expresión y desarrollo de lo religioso está condicionado inevitablemente por el medio cultural en que éste se concreta y despliega.
Por todo ello, para muchos no parece aventurado afirmar que la religión es natural y cultural. Natural, por tratarse de un hecho humano, que surge de las estructuras íntimas y profundas de la persona. Y cultural, porque la sociedad en que se desarrolla el ser humano contribuye a que la tendencia religiosa natural se concrete en una determinada forma de religión, aunque siempre habrá que contar con la libertad personal para elegir lo que, desde la propia experiencia y reflexión, se crea más auténtico y verdadero. Lo religioso está provocado y condicionado por el descubrimiento y relación con lo sagrado, y comporta una doble experiencia: la de sentido último, y la de encuentro personal con el Misterio. La actitud religiosa, pues, es un hecho humano específico, que asume la existencia en perspectiva de trascendencia, y que consiste en el reconocimiento y aceptación por parte de la persona de una Realidad Suprema que confiere sentido último a la vida, al mundo y a la historia.
En la actualidad, la biología es la disciplina científica donde se están alcanzando mayores avances y la que concentra mayores expectativas para el futuro. Por eso los científicos también han abordado el tema religioso desde estudios biológicos, haciéndose preguntas como estas: ¿tendrá algo que ver la religión con nuestra biología?, ¿estaremos, también en lo espiritual, condicionados por la herencia?, ¿qué relación hay entre las experiencias místicas y el cerebro? Como era de esperar la opinión de los biólogos está dividida. Pionero de la biología evolutiva, Richad Dawkins, que acaba de publicar El espejismo de Dios, es conocido por la difusión de conceptos como «el gen egoísta» o los «memes culturales». Es un ateo beligerante a quien la religión parece desagradarle profundamente, y que ve en ella «un virus de la mente», una mezcla de mitos y falsedades, que no tiene ninguna función biológica ni aporta ventaja alguna al ser humano. Para él Dios no es necesario, la evolución por sí misma puede explicar todas las formas de vida. Dawkins es uno más de esos científicos metidos a metafísicos, aunque haya menospreciado previamente la metafísica. Lo que hace el científico de Oxford no es más que repetir la vieja cantinela del pensamiento de la increencia (la religión como ilusión, proyección o alienación), sólo que ahora desde parámetros biológicos.
Dean Hamer, genetista molecular doctorado en Harvard, opina de otra manera, y así lo expresa en su obra 'El gen de Dios'. Para él la razón de que la religión tenga una fuerza tan poderosa y universal está en parte en nuestros genes. La espiritualidad sería una de nuestras herencias básicas, una especie de instinto en el que «ciertos patrones biológicos de respuesta y ciertos estados de consciencia genéticamente integrados están fuertemente entrelazados con aspectos sociales, culturales o históricos». La unión entre biología y ambiente es lo que haría a la religiosidad algo tan persistente en la vida humana. Para Hamer tenemos una predisposición genética para las creencias religiosas y, partiendo sobre todo de estudios neurobiológicos, lo argumenta desde distintas investigaciones: los trabajos de medición sobre la autotrascendencia en el ser humano, los estudios con gemelos sobre la herencia, el descubrimiento del gen VMAT2 que codifica un transportador de monoamina (proteína que controla la cantidad de sustancias químicas que emiten señales en el cerebro, como la dopamina o la serotonina), los mecanismos cerebrales que provocan estados alterados de consciencia, y la ventaja evolutiva que supone un innato sentido del optimismo y de ganas de vivir. El autor reconoce las limitaciones de su estudio, señalando que sólo pretende contribuir a que conozcamos mejor por qué creemos en Dios y no dar una explicación total de la espiritualidad. Francisco J. Rubia, catedrático de Fisiología Humana en la Universidad Complutense de Madrid, piensa también que «deben existir estructuras anatómicas y mecanismos fisiológicos innatos que hacen surgir los fenómenos espirituales o religiosos en el ser humano».
Sin duda las bases biológicas de la religión pueden ser interpretadas de diferente forma: para el ateo se tratará de un programa de la mente para engañarnos, y para el creyente un signo más de la actuación del Creador. La ciencia, con un método limitado, no puede responder a preguntas que sólo pueden ser abordadas desde otros ámbitos del conocimiento. Como dice Hamer, «la espiritualidad es, en última instancia, una cuestión de fe, no de genética». Pero a los científicos como Dawkins no les vendría mal recordar la frase de A. Einstein: «La religión sin la ciencia es ciega, y la ciencia sin la religión es coja».
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