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Padres objetores

El tema de la objeción de conciencia parece estar dando mucho de qué hablar e incluso de qué escribir. Da la impresión de que proliferan normas y actos con dudosa justificación en el terreno de los grandes principios del Derecho, unidos a una, al parecer recurrente, tendencia a desautorizar las actuaciones de resistencia si se fundan en razones de conciencia moral.

No voy a profundizar en ello, pero sí a insistir en un tema importante: la defensa del derecho de los padres a la educación moral de sus hijos, que de diversos modos se les trata de arrebatar; y si, para defenderlo, pueden o no apoyarse en la objeción de conciencia respecto de la aplicación de esa nueva asignatura de calificación no tan nueva: la Educación para la Ciudadanía.

Parece a primera vista un caso paradigmático de lo que entendemos por objeción de conciencia: oposición al cumplimiento de un imperativo legal o de un mandato. ¿Puede o no puede el hombre rechazar una obligación legal que se opone a su conciencia? Estamos en el meollo mismo de la libertad personal, la alternativa a veces lacerante, donde se manifiesta el valor que para el hombre tiene su propia idea de libertad ideológica, religiosa o no. Que la norma sea una ley (como cansinamente se viene repitiendo) respecto de la citada asinatura resulta irrelevante, porque estamos frente a una opción personal por la libertad, consciente de que la rebeldía se funda en un íntimo deber de conciencia y de donde se asumen todas las consecuencias adversas que tal actitud comporte hasta que pueda demostrarse la justicia de su modo de proceder y le sea reconocido su derecho.

En este caso, además, se ejerce frente al cumplimiento o aplicaciónd de la ley, y se ha revelado que su desarrollo se trata claramente de la formación de la conciencia moral de los alumnos. Por ello, la actitud de los padres objetores es coherente con lo que constituye el fundamento de su objeción: se trata de impartir un «corpus» de educación moral que, por lo visto, es contrario a sus convicciones. Al oponerse ejercitan en un derecho fundamental garantizado en su artículo 27.3 de la Constitución.

No puede discutirse el derecho a impugnar ante los tribunales los actos de desarrollo y aplicación de la asignatura. Por ahí puede empezar cualquier reacción; es evidente que lo padres defienden el derecho reconocido en dicho precepto constitucional.

Los actos de resistencia están, por otra parte, amparados en el artículo 16.1 de la Constitución, y en ello consiste la objeción de conciencia: colegios, profesores y padres pueden ampararse en el derecho que les asiste, fundado en la libertad ideológica, para oponerse a la impartición de la asignatura.

La falta de la ley que regule esta objeción no constituye un obstáculo. El Tribunal Constitucional, en su sentencia 15/1982, sentó con toda claridad que la objeción de conciencia forma parte del derecho fundamental a la libertad ideológia y religiosa reconocida en el artículo 16 de la Constitución, «directamente aplicable en materia de derechos fundamentales». «Puede afirmarse que es un derecho reconocido explícitamente e implícitamente en la ordenación constitucional española», se insistió en la sentencia 161/1987, en el fundamento razonable que supone la procedencia, en convicción de que «provengan de un sistema de pensamiento coherente y suficientemente orgánico y sincero», es decir, «solamente aquellas ideologías que merecen el nombre de convicciones o creencias aunque no se apoyen en consideraciones religiosas», como también señaló el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo de 25 de febrero de 1982.

No es posible negar a los padres, a quienes la Constitución «garantizar» (sic) «el derecho que les asiste para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones», el derecho de oponerse a que se les imparta una asignatura que, según lo conocido, contiene criterios contrarios a la ideología religioso/moral que alegan los propios padres. Se apoyaran éstos en un derecho fundamental fundado en una ideología que, como dijo también el Tribunal de Estrasburgo, proviene de un sistema de pensamiento coherente y que, por merecer la calificación de convicción o coherencia, está en nuestra Constitución reconocida como derecho fundamental. No se trata de una posición de resistencia civil, ni, por supeusto, de una actitud de conciencia capaz de relativizar los mandatos jurídicos, como quería evitar el Tribunal (sentencia 160/1987), sino la oposición al cumplimiento de un deber general por un motivo tan arraigado en la esencia de los derechos de libertad como el que el artículo 27.3 de la Constitución reconoce y garantiza a los padres.

Por otra parte, y para disipar dudas sobre la objeción de conciencia por razones ideológicas, también ha insistido el Tribunal en la aplicación directa del artículo 16, sin ley que lo regule, en las varias ocasiones en las que ha tenido que resolver sobre situaciones de incumplimiento de deberes legales (incluso tan exigentes como los de la disciplina militar), apoyándose en la libertad ideológica. La doctrina acuñada reconoció (sentencia 177/1996) el derecho de alegar la objeción de conciencia para «hacer valer la vertiente negativa de la libertad religiosa frente a la participación en un acto que se estimó como de culto en contra de su voluntad y convicciones personales». Parece que esta doctrina (por otra parte reiterada en la sentencia 101/2004) permite dar por reconocido el derecho a invocar la objeción de conciencia para abstenerse de cumplir un deber legal, con fundamento en el derecho de libertad ideológica sin necesidad de previa ley de desarrollo.

¿Cómo es posible que se alcen tantas voces para cuestionarlo e incluso negarlo a los padres, cuando éstos únicamente pretenden que a sus hijos no se les imponga una formación moral distinta de la elegida por ellos? Seguramente, porque nos hallamos ante una magna operación intervencionista en las libertades de la sociedad que trata de afirmar el derecho del Estado a educar moralmente a sus ciudadanos.

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