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Desenvoltura y aplomo

Los creyentes aseguran que la fe es un asunto emocional, pero, ¿quiénes son esos creyentes?

Henri de Lubac, uno de los teólogos más importantes del siglo XX y perito conciliar, comentó, conmovido por la categoría teológica y humana del entonces cardenal de Cracovia, Karol Woytila, de apenas sesenta años, que era una pena que, por su condición de polaco no pudiera ser elegido Papa. Pero fue posible, y su presencia, su voz y sus escritos sacudieron a muchísimos hombres adormecidos o desorientados en casi todo el mundo. Sus homilías y sus catequesis congregaban a la gente hasta tal punto que Benedicto XVI ha afirmado que no publicará muchas encíclicas porque las de su predecesor encierran un tesoro de doctrina para la Iglesia y para la humanidad al que hay que seguir recurriendo siempre.

Pues bien, a pesar de todo ello, el corresponsal en Roma de un periódico del norte de España nos informaba tenazmente, en sus crónicas, de lo mal que caían los escritos papales a los «teólogos» y cómo sus gestos chocaban con la sensibilidad romana. Millones de hombres y de jóvenes visitan la tumba de Juan Pablo II y se encomiendan a su intercesión, pero el corresponsal, con la desenvoltura y el aplomo del que conoce el rumbo de la historia, luchaba para sacarnos a muchos de nuestro error; desviación que él se proponía corregir.

La prensa depara sorpresas formidables. Con palabras autobiográficas, un periodista-escritor afirma que en el colegio de religiosos en el que estudió el Bachillerato le hablaban constantemente del infierno. Casualidades de la vida, resulta que esta persona había estudiado en el mismo colegio en el que yo lo había hecho unos años antes. Al parecer, en mi paso por la institución, no me debí de enterar de lo de la insistencia en el infierno y eso que estuve en el colegio cinco años y los hermanos hospitalarios. No creí nunca haber sido un niño tan disipado. Recuerdo, con agradecimiento, haberles oído insistir en la importancia de conocer y tratar a la Virgen María, en la necesidad de la generosidad y la verdad para cuidar la amistad y, por supuesto, que nos hicieron estudiar hasta el punto que cuando íbamos al instituto a examinarnos aprobábamos todas las asignaturas; en el Examen de Estado celebrado en Valladolid aprobamos el 89% mientras que la media de suspensos general fue del 80%.

Hace unos días, un periodista en alza, muy ingenioso, escribió un artículo sobre una discusión que hay en el mundo anglosajón acerca de Dios y que, según él, todavía no ha llegado a España, Francia o Italia, pero anuncia que cuando lo haga, los días de Dios en la vida del hombre están contados, dicho con el aplomo y la desenvoltura del que supone que navega con marea favorable y está en condiciones de adelantar acontecimientos. En este contexto se dice que los mismos creyentes aseguran que la fe es un asunto emocional, pero habría que preguntarse ¿quiénes son esos creyentes?

Llevo 55 años explicando Teología cristiana y aunque el análisis del acto de fe exige estudio, reflexión y sosiego interior, nunca he podido dejar de afirmar que la fe es un estímulo para la inteligencia, «fides quaerens intelectum ó assentire cum cogitatione», las conocidas y alentadoras pautas clásicas; la emoción no es desdeñable, sino todo lo contrario, pero la aportación de la fe a la cultura europea está ligada a la inteligencia. El descubrimiento de la intimidad y la condición personal del hombre (una de las fuentes del saber más moderno) son frutos de la profunda acción de Dios en la Revelación al estimular a la inteligencia para conocer siempre mejor a Cristo, al mundo y al hombre.

El escritor más citado hoy es Aristóteles; por filósofos, científicos, sociólogos y por los que investigan en teoría del arte y en ética... todo eso después de 25 siglos. Y suyas son estas frases llenas de actualidad: «Para saber hace falta creer» y «el hombre no podría vivir si algo divino no hubiera en él».

Algunos creadores de opinión suponen que esta larga huida de Dios está llegando a su final y ven con la muerte cercana de lo sagrado un cierto alivio final. Afortunadamente para ellos tengo que decirles que no van a ganar (afortunadamente para ellos y para todos los demás), por largos y bien planteados que hayan sido sus trabajos. Los que ven con mirada penetrante y con mucho horizonte, como fue el caso de T.S. Eliot, nos aclaran que «la especie humana no puede soportar mucha realidad» (Cuatro cuartetos). Y Chesterton, en mayo de 1908, en la costa holandesa, viendo en un relieve de una capilla medieval las muchas figuras que cantaban al ejercitarse en su trabajo, advirtió que en los nuevos oficios no se puede cantar; y echando de menos, seguramente, la unidad del hombre, imposible sin Dios, escribió el poema The little birds who won`t sing donde leemos: «La naturaleza humana se siente perseguida y se ha acogido a sagrado».

Y leyendo a un pagano como Aristóteles —al que como hemos visto se acogen muchos—cuando dice: «El hombre no podría vivir si algo divino no hubiera en él», habría que preguntarse si se refiere a la inteligencia. Seguramente, sí.

En estos tiempos de relativismos, de escepticismos, que imposibilitan hasta el arranque mismo de cualquier intento de diálogo, J. Pieper afirma que la fe sostiene a la inteligencia; y el Cardenal Ratzinger, en la reunión de los obispos de América, aceptó esa sugerencia robusta y fecunda del Catedrático de Munster.

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