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Benedicto XVI habla de Jesucristo
George Weigel es el autor de la biografía más autorizada de Juan Pablo II. En ella afirmó que una de las principales aportaciones por las que pasará a la historia el papa polaco es el conjunto de discursos en los que desarrolló la Teología del Cuerpo. Estos discursos fueron pronunciados en las audiencias del inicio de su pontificado, y fueron fruto de años de reflexión sobre uno de los temas más controvertidos del siglo XX: el sentido de la sexualidad. Juan Pablo II abordó esta cuestión desde los textos de la Sagrada Escritura y desde la experiencia personal del cuerpo humano.
Existen numerosos paralelismos entre los discursos de la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II y el libro escrito por Benedicto XVI sobre Jesús de Nazareth. Ambos autores, antes de llegar al pontificado, han sido intelectuales de prestigio en su campo del saber: el papa polaco en filosofía, el papa alemán en teología. Y al poco de llegar a ser Obispo de Roma, ambos han ilustrado y explicado temas muy cuestionados fuera de la Iglesia Católica, con graves repercusiones para la conciencia de los católicos. Ambos papas trataron estos temas no desde un documento magisterial oficial, sino a través de textos que pretendían iluminar estos problemas con la luz que da la razón guiada por la fe. Así como el papa polaco salió al paso del legado dejado por la revolución sexual de los años 60, el papa alemán ha hecho frente a los despojos causados por un enfoque unilateral de los métodos de investigación histórica aplicados a la interpretación de los Evangelios, que se viene haciendo desde finales del siglo XIX.
Chesterton decía que el auténtico intelectual no es el que sólo es capaz de plantear preguntas, sino, sobre todo, el que sabe proporcionar respuestas. En su libro, Benedicto XVI aborda las grandes cuestiones que la crítica racionalista ha abierto sobre la vida de Jesús. Para ello, el Papa aprovecha las aportaciones científicas e históricas tanto de autores católicos como protestantes y judíos.
Benedicto XVI no oculta su punto de partida: la capacidad de Dios de actuar en la Historia y la validez de los Evangelios. Sólo así cabe explicar el fenómeno del cristianismo. Si Jesús fuera simplemente un maestro de moral o un rabino judío que pretendía liberar de un cumplimiento rígido de la Ley, eso no explicaría de modo convincente que muriera acusado de blasfemo, o la actividad desarrollada posteriormente por sus discípulos. La dificultad del problema no viene de falta de razonamientos y argumentos, sino de la incapacidad para captar el misterio que entraña la vida de Jesús.
Una de las ideas fuertes del libro es precisamente desenmarañar esa imagen miope y tópica que la crítica racionalista ha hecho de Jesús. Este maestro judío no trae simplemente una nueva moral o un mensaje liberador. Jesús trae a Dios mismo. Él se presenta como Hijo de Dios, no sólo a través de sus enseñanzas y palabras, sino sobre todo descubre su personalidad divina en sus obras, de modo muy especial con su resurrección. Y la vida de este 'hombre misterioso' nos ha sido transmitida a través de los Evangelios, que son leídos por Benedicto XVI en el conjunto de la Revelación contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Jesús es el nuevo Moisés, que nos trae «la gracia y la verdad», como se afirma en el prólogo del Evangelio de San Juan. Jesús goza de la intimidad divina puesto que es el Hijo, y por ello puede darnos a conocer el auténtico rostro de Dios, esto es, cómo es Dios. La plenitud de esta revelación ocurre en la muerte de Jesús en la Cruz. Allí es donde se manifiesta la Misericordia y el Amor que Dios tiene por los hombres. Este acontecimiento ilumina toda la vida de Jesús.
Benedicto XVI acompaña al lector para adquirir un conocimiento profundo del misterio de Jesús y muestra el camino que hay que recorrer: el seguimiento como discípulo del Maestro de Nazareth. Sólo respondiendo a la invitación de seguirle personalmente que Jesús hace a todo hombre y a toda mujer es como se puede alcanzar a comprender todo lo que Jesucristo nos ha traído. Este libro del Papa constituye, sin duda, una señal de ese itinerario que nos conduce a Dios.
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