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Leyenda negra y autocrítica
El término leyenda negra lo inventó Julián Juderías, un funcionario del Ministerio de Estado, colaborador del Instituto de Reformas Sociales, director de la Biblioteca Nacional, que en un concurso literario celebrado en 1913, presentó un libro, que sería premiado, con el título La leyenda negra y la verdad histórica. Un año más tarde, el libro se publicaría con la denominación más restringida de La leyenda negra. Juderías tendría, a partir del libro, un éxito extraordinario: sería académico numerario de la Real Academia de la Historia en 1918 y escribiría libros mediocres sobre la España de Carlos II, Jovellanos y Quevedo. Nadie se acuerda de Juderías sino para evocar su gran aportación: la leyenda negra. Su visión del tema se asentaba sobre dos convicciones. La primera, es que España, históricamente, según él, habría sido objeto de una permanente y generalizada crítica negativa que pretendía desacreditar los valores hispánicos. La segunda es que tal operación de descrédito, se basaba no en la verdad, sino en el imaginario, en la especulación («fantásticos relatos», «hechos exagerados, mal interpretados o falsos»). Evidentemente, Juderías era un noventayochista obsesionado, como todos, con el problema de España, con una percepción victimista de las relaciones de España con Europa y una voluntad regeneracionista muy unamuniana de rearme de los valores hispánicos presuntamente cuestionados.
Hace ahora quince años publiqué un libro sobre la leyenda negra que en el contexto de la euforia olímpica del momento, buscaba, ante todo, desdramatizar y relativizar el tono fatalista de la obra de Juderías. Por mi parte, intenté matizar el concepto de la leyenda negra, precisando los países concretos que proyectan sus denuestos contra España, la cronología específica de las descalificaciones, y la propia naturaleza de las acusaciones. La leyenda negra más que inscribirla en una presunta construcción sórdida, elaborada desde oscuras conjuras internacionales, como lo hacía Juderías, a mi juicio habría que normalizarla como una muestra más de los flujos de opinión de signo contrario (admiración-rechazo) que se cruzan entre sí todos los países europeos conforme se solidifican las identidades nacionales propias. España recibe críticas pero también alabanzas, y por supuesto, emite ella también juicios de valor positivos y negativos sobre otros países. La llamada leyenda negra es mucho más compleja de lo que puede deducirse del diagnóstico de Juderías. Es muy distinta si procede de países competidores (Francia o Inglaterra), de sujetos pacientes del Imperio español o de ex colaboradores (Orange, Antonio Pérez). Hay, por otra parte, una leyenda negra del Imperio en su fase ascendente que se escribe desde el resentimiento y la envidia, y otra del Imperio en su fase decadente que se escribe desde la ironía sangrante, que se regodea en el ídolo de los pies de barro. ¿Qué puede decirse hoy de la leyenda negra?
La primera precisión a hacer es que actualmente ya no tiene sentido el esfuerzo épico de Juderías por confrontar leyenda negra y verdad histórica. España está integrada en la Unión Europea y ha dejado de ser sujeto paciente de las miradas escrutadoras de los europeos. Los viejos tópicos negativos que estigmatizaron la historia de España están más o menos enterrados. El catastrofismo demográfico de la conquista y colonización americana hoy ha sido devaluado respecto a sus perfiles más siniestros, y la historia colonial comparativa ha redimido a España de muchos de sus sonrojos. La negritud de la imagen de Felipe II o de la Inquisición ha sido, cuando menos, compensada con visiones apologéticas, trazadas por historiadores foráneos. Hasta el duque de Alba, el centenario de cuyo nacimiento está a punto de conmemorarse, es visto por ojos infinitamente más benévolos de lo que lo hicieron las leyendas flamencas sobre él. ¿Quién puede dejar de sonreírse ante los arquetipos caracterológicos asignados históricamente a los españoles? Es obvio que ya no hace falta la espada dialéctica de Juderías para defender el honor hispánico herido por las supuestas insidias foráneas, porque las mismas, de haberlas alguna vez, se han disuelto hoy en el marco del papel de España en la Europa actual. Alguna declaración impertinente de algún político no español puede poblar de susceptibilidades el imaginario de los españoles. Pero de modo muy ocasional. El síndrome victimista del que arranca la leyenda negra parece absolutamente domesticado. La instrumentalización política del mismo que hizo el franquismo -recuérdese la última aparición de Franco en la plaza de Oriente- hoy es impensable. Francia colabora en la lucha contra el terrorismo y sólo el Imperio americano y el vecino magrebí suscitan, por diversos motivos, algún sarpullido de hipersensibilidad nacional. El victimismo, aquí y ahora, es monopolio de los nacionalismos sin Estado, para contraponerlo a la imaginaria perversidad del Estado. Los defectos y disfunciones propias encuentran así fácil redención con la culpabilización permanente del Estado.
Pero lo que más me llama la atención del tema que nos ocupa, no es la rentabilidad del discurso victimista que subyace en el concepto de leyenda negra, sino la vigencia de lo que, a mi juicio, ha constituido y sigue constituyendo la esencia de la misma: la obsesiva tendencia a la autocrítica masoquista, el complejo de inferioridad histórico, con su lastre de inseguridades e inhibiciones, la dependencia de la opinión ajena y un cierto papanatismo europeísta, y el espeso miedo a que la afirmación de la conciencia nacional española sea interpretada como un signo ideológico conservador de viejas resonancias franquistas. La autocrítica, no es, en sí misma negativa, sino todo lo contrario. Posiblemente, habría sido mejor la historia de España si se hubiera prestado más y mejores oídos al pensamiento español autocrítico y regeneracionista, ya desde los primeros arbitristas. Pero también es cierto que el negacionismo constante, la delectación en las miserias nacionales, la exhibición de los cadáveres escondibles en los armarios, acaba teniendo sus costes que luego no pueden hacernos rasgar las vestiduras ante el tópico foráneo. La debilidad del Estado-nación al respecto ha sido y, lamentablemente, es, patética. El cruce de descalificaciones mutuas entre Castilla y Cataluña a lo largo de su historia ha hecho más por la presunta leyenda negra europea que Guillermo de Orange o Voltaire. El lascasianismo fue extraordinariamente promocionado en la Cataluña revolucionaria de 1640, y las críticas de Antonio Pérez se explican, sobre todo, en función de las alteraciones aragonesas de 1591. El complejo de inferioridad, impidió, en buena parte, que se escribieran historias de España desde la de Mariana a fines del siglo XVI a la de Lafuente a mediados del siglo XIX. Escribieron antes historias de España Buffier y Duchesne en el siglo XVIII y Romey o Dunham que los propios españoles. La dependencia de la legitimación científica foránea pesa todavía mucho en este país nuestro. Y desde luego, la presunta contradicción entre la defensa de la nación y la apuesta por el progreso, que hoy nubla la mente de muchos intelectuales españoles, con el miedo a la supuesta instrumentalización que el conservadurismo ideológico podría llevar a cabo, ya estaba presente, al menos, en el siglo XVIII. Las críticas europeas, francesas e italianas sobre todo suscitaron respuestas apasionadamente apologéticas de España como las de Cadalso o Forner. Los liberales del momento, críticos con el Estado que vivían, lanzarían, antes, andanadas críticas contra los apologetas, contra su pasión nacional, que contra los Montesquieu o Voltaire. Prefirieron optar por una España autoflagelante, amargamente irónica, que dará patadas al Estado en el trasero de la nación. El miedo a la etiqueta de conservadurismo ha hecho históricamente estragos en la conciencia nacional.
Ciertamente, el equilibrio entre la autocrítica necesaria y deseable y la afirmación de la conciencia nacional no es fácil. Vivimos en un mundo mediático en el que como decía Larra: «todo es pura representación», y el temor a las imágenes descalificadoras, en un contexto de bipolaridad ideológica simplista, produce vértigo inmediato. Y, sin embargo, pienso que ese equilibrio es posible. Ya Feijóo fustigaba los extremos del casticismo («aquel bárbaro desdén con que se miran a las demás naciones») y del papanatismo europeísta («miran todas las cosas de otras naciones con admiración y las de las nuestras con desdén») y postulaba la capacidad de síntesis, de captación de lo bueno nuestro y de lo bueno ajeno. Cadalso sabía distinguir «las verdaderas prendas nacionales de las que no lo son sino por abuso o preocupación de algunos a quienes guía la pereza» y tenía muy claro que «el patriotismo mal entendido en lugar de ser virtud viene a ser defecto ridículo», lo que no le privó de escribir su Defensa de la nación española frente a Montesquieu. Y es que, al final del largo camino de inhibiciones nacionales de nuestros intelectuales, la gran pregunta que deberíamos hacernos, ante los retos que plantea la asunción de la identidad nacional española, es la misma que se formuló Jovellanos en 1795: «¿Acaso porque ellos fueron frenéticos seremos nosotros estúpidos?».
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