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El cristiano y la soledad (I)

El creyente cristiano que vive su fe hasta las raíces, hará su vida en el mundo como habitante fuera del mundo, como quien no es de este mundo, y para quien el mundo es un valle lleno de lágrimas, en su fondo como noche y nada. Que pueda hacer descansar la inquietud de su corazón en Dios pertenece a la lógica de su fe. Pero esa abnegación no puede significar nunca desentendimiento del mundo que lo rodea, porque el hombre es un ser social, hecho naturalmente para la vida en sociedad. La soledad no es un nombre de privación sino de desarrollo. Solitario no es abandonado, sino centrado. La soledad y el recogimiento se transforman en nombres de miseria si no se administran rectamente. Para el cristiano, bienes mediadores que conducen a la conversión y entrega a Dios.

Para alcanzar la sabiduría humana o la divina, hay que pasar por el retiro, el silencio y la soledad. Petrarca muestra a la soledad como lugar privilegiado e inexcusable para la contemplación. El apartarse del mundo debe llevar a la entrada de uno mismo, pero no para quedarse en la orgullosa y estéril posesión de uno mismo, sino abriéndose a la verdad y a la comunicación con el misterio divino, o como diría San Agustín, el espíritu humano «es angosto para contenerse a sí mismo». O sea, que en lo profundo del hombre habita quien es más que él mismo, de donde, para ser uno mismo, ha de trascenderse a sí mismo.

El hombre no es un sujeto hermético. El hombre vive recogido en sí, pero tiene que responder por sí. El silencio que lo separa de todo aquello a lo que se enfrenta, debe terminar en un plano superior, que es donde se resuelve. Vida intelectual o vida interior no quiere decir vida encerrada. La interioridad es el único medio para alcanzar la trascendencia. El hombre no sería humano si no se centrara en algo trascendente. El paso a lo trascendente es arraigo en su propio suelo y se realiza a través de la vida interior, porque el interior del hombre, más que a la naturaleza externa, va directamente a lo divino. El hombre es más humano abriéndose a lo infinito, poniendo en libertad lo que hay divino en él.

El primer paso que el hombre se debe a sí mismo, en razón de su dignidad, está en aquel precepto del poeta latino Horacio, que decía: «Esforzarse por dominar las cosas, y no someterse a ellas». El sabio verdadero es el que es libre, rey de las cosas, cercano a lo divino. El equilibrio que ha de conseguirse en esa «no sumisión» a las cosas y al cierto distanciamiento de los hombres, sin deshumanizarse, lo debe lograr la inteligencia o la razón. El hombre no debe perderse en lo exterior, no debe trivializar su existencia, no debe ser mera comparsa de la estructura social que lo rodea; su vida debe evolucionar, crecer; en un teatro en el que la pieza representada, lo tiene a él por agente, por actor, pero de la que es también autor. Este encontrarse a sí mismo, pide el distanciamiento ascético de los hombres y de las cosas, y la practicaron los expertos entre los hombres, los creadores de ideales religiosos o profanos, místicos y filósofos.

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