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Vocación para enseñar

Es triste descubrir, con frecuencia, que hay muchos profesores y profesoras que toman su trabajo como una pesada carga, como una condena social, como un martirio continuado y sin fin. Más triste aún es ver como, de a poco pero eficazmente, se apagan en los alumnos que escuchan los deseos de aprender y de desarrollar sus capacidades. Simplemente, al escuchar al resignado maestro despotricar contra todo y todos, se va apagando su ilusión de hacer algo bueno y mejor en su vida.

Y aquí vale recordar el famoso refrán que dice que «vale más un ejemplo que mil palabras». Para ser maestro o maestra, para enseñar, hace falta vocación. No cualquiera puede ser un buen educador sólo con ponerse al frente de un público y hablar continuadamente sin interrupción. No todo aquel que da tareas es buen maestro ni quien dicta apasionadamente ni quien evalúa a los educandos con una cierta frecuencia. Nada de eso sirve si no está enamorado de su profesión.

Si bien es cierto que en muchos países y en muchas partes del mundo la labor del profesor no está bien retribuida económicamente, de ninguna manera se puede constituir en una excusa para hacer mal el trabajo. El que enseña y no ama su vocación, la hace con desgano, y esta actitud la transmite inexorablemente a sus alumnos. Es una grave responsabilidad, pues muchas veces son los mismos profesores quienes, con su comportamiento, apagan la efímera llama de las nacientes vocaciones de quienes escuchan.

El nacimiento de la vocación en los alumnos viene siempre precedida por el nacimiento de unos gustos que deben ser cultivados y alentados. Cuando en el camino de la vida, se llega a las puertas de la juventud y el problema de la vocación profesional debe ser resuelto, serán determinantes los ejemplos que el joven encuentre para alimentar o enterrar definitivamente esas ganas de estudiar algo determinado.

El maestro que va por obligación transmite esa rutina a sus alumnos. Los contagia y los llena de pesimismo. ¡Cuánta diferencia existe entre aquellos que transmiten y enseñan con pasión y ganas y aquellos otros que van arrastrándose por la vida como pobres seres infelices! Enseñar es ciertamente apasionante, y más aún, cuando el maestro logra hacer germinar en el discípulo las ansias de saber y de ser culto. Hacen falta ejemplos de educadores que compartan su saber y no lo guarden para si por motivos de estúpidos celos profesionales.

Ejemplos de maestros que enseñan a cuentagotas y sólo lo necesario para que sus alumnos no los superen intelectual y profesionalmente, hay de sobra. Son los avaros y los mezquinos, los que se niegan a compartir su saber. Pero por suerte, y gracias a Dios, existen tantos otros apasionados por lo que enseñan, que disfrutan dando cátedra y embellecen la excelente labor profesional que ejercen día a día.

Qué mayor crecimiento personal que hacer partícipe al otro de nuestros conocimientos, siempre y cuando sirvan como lección duradera y no como vidriera de vanidades, por supuesto. Hacen falta aquellos verdaderos maestros de vocación, que se desviven por el alumno bien dispuesto, presto a atender y escuchar. Hacen falta aquellos capaces de hacer florecer verdaderas vocaciones, ejercidas por gusto y placer, y no emparentadas con el ansia desenfrenada de acumular billetes y reputación.

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