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Yocasta en «Edipo Rey»

Con matiz divino dice el Génesis: «Hombre y mujer los creó...» Desde el principio de los tiempos la Providencia divina regaló la diversidad sexual, la diferencia carnal y anímica de dos seres iguales en semejanza a Dios pero tan distintos en caracteres, intereses y otras peculiaridades. «Hombre y mujer los creó»: el hombre, sinónimo de fuerza, traducido en protección, fue un regalo valiosísimo de Dios para la mujer haciéndole patente de este modo la defensa y cercanía de su Creador. Y, la mujer, el encanto encarnado de la belleza de Dios; aquella a la que Éste le otorgó la facultad superlativa del amor constituyó una legado de Dios al hombre. Pocos seres son capaces de contener en sí tal cantidad de paz, ilusión, ternura, simpatía, dulzura, armonía; pocos son los seres capaces de padecer tan hondamente el dolor. La mujer es la suma del destello de la luz maternal divina y la inclinación por la pregunta que le llevó a ser, junto al hombre, desterrada de aquel paraíso remoto en tiempo y espacio.

Yocasta es una Eva tentada por la serpiente de la soberbia desobediencia, su «ego», que le mueve a enfrentar, como ocurriera tiempo atrás, la instigación del desafío al destino. Mas toda falta merece una enmienda y ella, Yocasta, consciente del error consumado, superará la primera falta: tratando de matar al niño. Bien dicen que a una falta le sigue otra, ¿qué mejor ejemplo que el de esta mujer? Pero, ¿y por qué mujer? No sé qué mezcla de esencias empuja al sexo femenino a afrontar límites y extremos inconmensurables. Son aventureras por naturaleza; decididas y auténticos huracanes cuando han interiorizado un interés. El mucho corazón que necesitan los hombres ellas lo desbordan.

En la Grecia antigua, Aristóteles, el gran filósofo, justificaba una «discriminación» hacia la mujer dentro de la sociedad pues la consideraba como mera materia (frente al hombre que formaba parte del espíritu). La excluía así de la lógica y de la razón. Platón, en sus ideas políticas, es más proclive a un cierto tipo de feminismo al propugnar la igualdad de todos los habitantes de la ciudad (aunque condenando a la inexistencia la familia y la propiedad).

Tradicionalmente se ha dicho que en los orígenes de la civilización griega la mujer tuvo un papel fundamental. Los argumentos apelan a la existencia de antiguos matriarcados basados en mitos como el de las Lemnias y el de las Amazonas. Las primeras, tras haber ofendido a Afrodita, fueron castigadas a desprender un olor terrible y, por consiguiente, a ser rechazadas por sus esposos quienes se refugiaron en los brazos de sus esclavas. En venganza, las Lemnias degollaron a todos los hombres y la isla en la que vivían quedó gobernada por ellas. Todo esto finalizó con la llegada de Jasón y los Argonautas, puesto que Jasón se casó con la reina y el castigo del mal olor desapareció. Las Amazonas mantenían relaciones únicamente con extranjeros. Los hombres existían únicamente en calidad de esclavos. Los hijos, al nacer, eran matados o cegados mientras que a las niñas se les cortaba el pecho para que pudieran disparar sin problemas las flechas del arco. Tanto en el uno como en el otro caso, el gobierno se da en sociedades compuestas por mujeres exclusivamente. Más que representar un matriarcado antiguo, demuestran que el gobierno de la mujer no era posible.

El poema homérico, La Odisea, habla de la sumisión y obediencia de la mujer ante el hombre y de la falta de confianza de éste hacia aquélla:

«Por eso ya nunca seas ingenuo con una mujer, ni le reveles todas tus intenciones, las que tú sepas bien, mas dile una cosa y que la otra permanezca oculta».

La mujer exenta de defecto es Atenea, la diosa virgen, la que odia el matrimonio y no asume su rol femenino (de ahí que sea la única en la cual confiar). Las demás serán el instrumento de reproducción y conservación del grupo familiar cuya posición se debate entre el deber ser y el ser. Ejemplo de ello es Penélope, alabada por su fidelidad y perseguida por 108 pretendientes. De ella dirá su propio hijo al ser preguntados obre su origen:

«Yo no lo sé; nunca nadie pudo por sí sólo conocer su propio linaje»

Al nacer la polis la legislación ateniense conoció una regulación más precisa. Los padres podían testar a favor de alguien que se casase con la hija; ésta heredaba sólo si tenía hermanos, de otro modo sólo se quedaba con la dote. En caso de no encontrar marido el Estado debería hacerse cargo de ella: se casaría entonces con quien marcase la ley. Las jóvenes solían casarse a los quince años y su educación se reducía a hacer labores (cardar lana y tejer) y recibir conocimientos de lectura, de escritura y de música. Las chicas espartanas se ejercitaban en la gimnasia y en la música y su educación era muy semejante a la de los chicos, incluso su vestimenta.

Los hijos de las mujeres griegas eran confiados a una nodriza y pronto salían a ser instruidos. Las niñas permanecían en casa y su instrucción era mínima. Al nacer un niño, hacia el séptimo día, se realizaba una ceremonia en la que se adornaba la puerta con coronas de olivo, si era varón, y guirnaldas de lana, si era niña. Días más tarde se admitía la paternidad.

El matrimonio podía romperse por tres razones: el repudio del marido (que conllevaba la devolución de la dote), el abandono del lecho por parte de la mujer (muy mal visto por la sociedad) y la interrupción del matrimonio por decisión del padre de la novia. El hombre podía tener tres mujeres: la esposa para tener hijos legítimos, la concubina para el cuidado del cuerpo y la hetera para el placer.

«Edipo rey» es una tragedia que representa un fenómeno habitual en la Atenas clásica: es muy conocido el mito tratado en ella. Como mínimo, se tendrá hoy una vaga idea de que Edipo asesinó a su padre y se casó con su madre. La obra empieza con el quieto transcurrir de la vida en el reino de Tebas roto con la explosión de una epidemia de peste que destruirá la ciudad si no se purifica de una sangre vertida que la contamina. El sacerdote de Zeus implora algún remedio de la sabiduría del rey Edipo. ¿Quién sería más capaz de averiguar el secreto de esta gran peste y hallar una solución que el rey cuya inteligencia se midió con la Esfinge y fue capaz de adivinar sus enigmas? Creonte, el cuñado de Edipo, regresa de consultar el oráculo de Apolo con parte de la solución: mientras no se castigue al asesino de Layo, ha prescrito el oráculo, no cesará la peste, pero ¿quién ha sido el homicida del antiguo rey de Tebas?

Edipo interroga al adivino Tiresias cuyas profecías lo enfurecen porque en ellas cree ver acusaciones injustas que no acaba de comprender. Nuevos datos vienen a iluminar el caso. En los interrogatorios hechos a Yocasta, a un mensajero y a un antiguo criado, Edipo va estableciendo los eslabones de una cadena que lo convierte en el protagonista del parricidio: no es hijo, como él pensaba, de Pólibo y Mérope de Corinto. Su fuga para evitar que se cumpliera el oráculo que vaticinó que había de dormir con su madre y matar al padre que lo engendró, solo consigue acercarlo al peligro, poniéndolo en contacto con su verdadero y desconocido padre, Layo, al cual mata en una encrucijada, y con su verdadera y desconocida madre, Yocasta, con la que se desposa.

Averigua su propia historia: cómo sus padres verdaderos, para eludir otro nefasto oráculo, ordenaron su muerte; cómo el encargado de matarlo lo abandonó en las selvas del monte Citerón, de donde fue recogido por un pastor que lo llevó a Corinto; cómo lo adoptaron Pólibo y Mérope... Y como figura de fondo, como espejo paralelo, el juego de contrastes y movimientos imaginables en el interior de Yocasta la esposa y madre.

Yocasta posee un contexto preciso como mujer. Es mujer en una tragedia, una obra donde se necesita la pluralidad y el fuego de las emociones para hacer vibrar; para hacer pasar de la elevación a la conmiseración de un personaje; para reflejar los caracteres de los otros y el propio: hacer sentir, en suma. A una tragedia la mujer la humaniza. El hombre le dará acción, le dará aventura, le dará forma pero sólo la mujer le regalará el alma, le proveerá de vida: engendrará el fondo. Sin Yocasta no hay dolor para Edipo, ni hay tragedia.

Mas no se limita únicamente a esto la misión de la mujer. Va a más. Pero en el contexto griego, anterior a la Revelación, es menester reducirlo a bien poco. Literariamente la mujer supone mucho más que lo que se enmarca fuera de las letras. Quizá, en este caso, Sófocles diga mucho sobre Yocasta aunque ésta, en representación de todo el género, no sea un auténtico reflejo de la opresión y restricción a las que se hallaban sometidas las del mal llamado «sexo débil» de la Grecia de aquel entonces.

Sin embargo, la imagen de la soberana tebana nos trasluce a una matrona poderosa e influyente:

«Entra en palacio, Edipo; y tú Creonte, a tu casa...»

Una mujer, a veces perceptible, como arrepentida del pasado. Su primera aparición es, precisamente como reina, para apaciguar los ánimos exaltados:

«Cesad príncipes; pues a propósito veo salir a Yocasta, que se dirige hacia aquí: con ella debéis decidir pacíficamente este altercado»,

remarcará el coro para trasmitirnos la categoría de la soberana. Aparece, entonces, con ese cariz femenino en la búsqueda de la paz, de la concordia y de la armonía. Y no puede ser menor ni mejor esta primera intervención; a su condición de mujer se añade el de reina. ¿No es de nuestro conocimiento el puesto de conciliadora de una gran mayoría de las mujeres? Son aficionadas a la paz, tienen como un pacto con ella que les mueve a ocupar el cargo innato de interventoras. Pero Yocasta es, además de reina, esposa, y por lo tanto tiene un poder que no es el de las armas cuanto del amor de las palabras, del consuelo conyugal, del apoyo matrimonial, de la autoridad marital. ¡Riqueza ésta la de la institución nupcial que hace una sola carne la diversidad! El amor del hombre y la mujer es la ejemplificación del destello divino donde esa «imagen y semejanza» tienen el sinónimo de amor.

Yocasta está inmersa en la fe; en una atmósfera que da elementos para intuir un arrepentimiento por el pasado:

«Cree, por los dioses, ¡oh Edipo! ... por respeto a ese juramento en que se invocan a los dioses ...»

Reina y esposa, paciente cuestionadora y elocuente desviadora del destino:

«[...] déjate de todo eso que está diciendo. Escúchame y verás cómo ningún mortal que posee el arte de la adivinación tiene que ver nada contigo...»

Madura ingenuidad con un claroscuro de incertidumbre; evidente perturbación ante el «y si de verdad fuera...» Tesoro el de la imaginación que explota Sófocles; uno no se queda en los hechos, trata de ir más allá en la búsqueda de los movimientos interiores: qué pasaría por aquel corazón adulto, por aquella conciencia herida por el pretérito, por aquella intuición tan particular de esta mujer...

«También estoy yo llena de zozobra...»

El miedo transitó sutilmente y, cada vez con mayor acento, en el continuo presente perpetuado en las palabras de una tragedia helénica. Sófocles nos legó un perfecto trasunto del sentir humano, del sentir femenino con unas características singularísimas:

«¿Qué te pasa Edipo, en qué piensas?»

Se confunden las palabras de la esposa con las de la madre y, el esposo e hijo pareciere reconocer esa voz, esa tonalidad maternal en la filial respuesta:

«... ¿a quién mejor que a ti podré contar el trance en que me hallo?»

Juego, plenitud de tonalidades y latitudes tan variadas; Yocasta: la reina, la esposa, la madre: la mujer.

Yocasta sufre tanto o más que Edipo. Es la medida, la fuente, la continuidad del dolor; por su conducto conocemos las contritas respuestas de Edipo. En ella esta el clímax de la perplejidad, de la evasión del destino, de la renuncia, de la inaceptación de la probabilidad inminente; evade y se evade de la realidad y, cuando no puede más gime:

«¡Ay malaventurado!, ¡ojalá nunca sepas quién eres!»

Se despide dolorosamente de la obra porque es consciente de la fatalidad, de la justicia convertida en castigo tras la falta cometida:

«... esto es lo único que puedo decirte porque en adelante ya no te hablaré más.»

Qué excelente fotografía de la desesperación. La falta de fe, la desesperanza tiene ejemplificación en el suicidio de Yocasta. Ella quiere matar la culpa, y su retoño, el dolor, con el suicidio. No está decidida a afrontar de otra manera el destino. El dolor proporciona un furor capaz de colocar una soga en el cuello y perder, en los milenarios segundos, poco a poco la vida. Yocasta hará explotar la conmoción, la compasión, la pasión del lector. Uno se conmisera de Edipo quien llorará no sólo a la esposa sino también a la madre. Es, efectiva y afectivamente, un desdichado. Con Yocasta muere y empieza el sufrimiento, se confunde la desgracia del marido y la mujer, del hijo y la madre.

Yocasta no es un personaje a secas. Es, ante todo, una mujer; y como tal nos aporta una amalgama de matices y oposiciones que captan, mantienen, transportan, dibujan, mueven... Cuando la figura femenina no aparece en una obra el autor se ve obligado a donar sus peculiaridades a algún personaje pero, ya está dicho, es un elemento indispensable en las tragedias griegas y, me atrevo a decir, en toda obra literaria. ¿Siempre fue así? Literariamente sí que lo fue, mas en la práctica, en la vida donde la realidad cobra verdad, no siempre lo ha sido.

No es extraño el protagonismo de la mujer en las tragedias «sofócleas.» Antígona y Electra, dos nombres femeninos, designan el título de dos obras mientras que en el conjunto podemos hallar una gama en caracteres y temperamentos pasando desde Tecmesa a Lidia, Eurídice, Crisótemis o Clitemestra por mencionar sólo algunas.

A medida que las generaciones, olvidadas de la revelación primitiva, se iban hundiendo en los abismos de la depravación, se caminaba, asimismo, desfigurando la tradición sobre la dignidad de la mujer. No llegó hasta ellas sino una vaga noticia de su primera culpa; parece que no vieron en la mujer sino la causa de todo mal que aflige al género humano. Los pueblos gentiles vinieron a olvidar que la mujer tenía una misión en la vida.

Grecia y Roma, que entre los pueblos paganos parecen simbolizar lo que hubo de más culto en la antigüedad, vienen con su historia a darnos testimonio de la opresión en que cayó la mujer a causa del despótico poder que sobre ella ejerció el hombre al introducir en el matrimonio el derecho a repudiarla. Se oye en los teatros de la antigüedad este lloroso lamento con que en la «Medea» de Eurípides se querella el sexo débil:

«Entre todos vivientes somos nosotras, las mujeres, la raza más abyecta.»

Pero con el advenimiento de la ley evangélica llegó para la mujer la hora de su rehabilitación. Porque con el cristianismo y sus ideas sobre igualdad y humanidad de todos ante Dios, venía a enaltecer y mejorar el estado de la mujer. En el Génesis se nos describe la creación de la mujer y su carácter. Ella es la compañera, auxiliar del hombre y semejante a él.

Aunque los antiguos no vieron en la mujer más que la belleza natural, los escultores y artistas la reprodujeron con perfección y formas delicadas: Fidias, Policletes, Praxíteles, Zeuxis, Parrasio, Apeles y Pausanias casi la idealizaron. Sófocles, desde las letras, nos regala un reflejo de la multiplicidad de mujeres en sus distintos personajes; en este caso Yocasta, la esposa-madre.

En las obras medievales la mujer no aparece nunca con superioridad plástica. No obstante los imagineros del gótico dieron a sus ángeles y santos una belleza femenina. En el renacimiento los pintores y escultores se dejaron influir por la belleza de las formas con detrimento del carácter mientras que los artistas modernos han encarnado y personificado en la mujer a la ciencia, a las artes, a las virtudes y a los vicios. En retrato apenas hay algún autor que no haya pintado una mujer.

Sófocles ha sabido pintar y esculpir con letras a Yocasta regalándonos a una mujer que destella, en este momento de su vida, afecto, ignorancia, comprensión, apoyo... confrontándolo con la ambición, la desobediencia, la vanidad, el interés del que nace, en suma, la historia misma de Edipo rey. Y es que la leyenda, el conjunto histórico que está detrás, es mucho más que la reducción, rica sí, pero únicamente conclusiva, de la obra de Sófocles. Según Decharme, la leyenda tiene un significado mítico: Yocasta es la aurora que precede al sol y por eso parece que éste nace de ella, y al llegar el sol a su ocaso semeja unirse al crepúsculo vespertino o aurora de la tarde. Edipo es el héroe solar y Yocasta la aurora matutina y vespertina. Edipo Rey, y en la obra, Yocasta, es síntesis de mito y leyenda, de tragedia y fábula, de esencia humano-divina, de enseñanza y prevención, de justicia y conciencia: de poesía. Y por eso es clásica, por eso es pedagógica, por eso es griega.

El papel que juega Yocasta tiene actualidad. En sentido histórico invita a saber considerar el rol de la mujer en la antigüedad y a una justa valoración del estatus contrastante en que la coloca, elevándola, el cristianismo. Los aspectos negativos de la figura de Yocasta conducen a una reflexión: no es posible que el mal no confesado quede oculto; nos lo tendrá presente constantemente la conciencia y tarde o temprano saldrá a la luz. El aspecto positivo de la figura femenina de Yocasta invita a recordar la vocación de madre y esposa, a no perder de vista que los muchos dones de una mujer pueden estar al servicio de la concordia, de la ayuda, de la acogida, del apoyo o degenerar. La actualidad de Yocasta se basa en que los hombres y mujeres de todos los tiempos necesitamos intermitentes que nos recuerden que somos capaces del mal si bien siempre tendemos al bien; que nuestro destino lo van haciendo nuestras obras y que no es necesario el extremo (el suicidio en este caso) cuando un Dios como el nuestro, el del católico, está abierto a acogernos, a perdonarnos. Los antiguos, Yocasta, no tuvieron la cercanía de los dioses que necesitaban. Nosotros que tenemos a un Dios que por amor, que por hacerse cercano, llegó a hacerse hombre, no podemos vivir como si no existiera.

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