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El cristiano y la soledad (III)

Santo Tomás habla de la soledad como instrumento de perfección. La soledad de suyo no es ninguna perfección. Será valorada como medio, según sirva o no a los fines de la existencia. La existencia humana se manifiesta en vida contemplativa y activa. La soledad es mediadora para la contemplación, pero para la acción, el hombre necesita la integración en la sociedad y el apoyo de ella. El hombre es social por naturaleza en el desempeño de la vida activa, y es solitario por vocación a lo divino, en el desempeño de la vida contemplativa.

El hombre ideal de los antiguos era el sabio. El hombre ideal de los cristianos es el santo. Para alcanzar uno u otro, se exigen entrenamientos que obligan a desprenderse de muchas cosas, y a sortear toda clase de trampas y deducciones. La llegada a la sabiduría o a la santidad tiene que recorrer insidiosas odiseas o endiablados peregrinajes. Pero nada más alejado de ambas mentalidades que concebir la existencia sin razón y sin sentido.

Pero alejado, ausentado o secularizado de Dios, el hombre moderno trata de abrirse paso hacia una nueva edad, en la que vivirá solo y tendrá que tomar a solas sus decisiones, para abrirse a una nueva vida conquistada por su esfuerzo y su inventiva. Estará en un futuro hacia el cual hay que progresar para alcanzar un centro donde descansar. Para el hombre moderno quedaron atrás las actitudes mentales apegadas a la tradición; el lugar de la patria de los antiguos lo ocupará la fraternidad, o sea, lugar de convocatoria ingeniado por el propio hombre y de manifestación pluralista. El hilo que engarza esa libre acción inventiva es la historia en proceso permanentemente abierto.

Algunos podrán creer que la soledad afecta solamente a intelectuales, o a capas minoritarias de la sociedad, gente un tanto rara, hastiada de la vida; pero nada tienen que ver con el sano hombre de la calle, con la vida cotidiana repartida entre ocupaciones y diversiones.

Nunca como en la actualidad la calle fue más ruidosa y multitudinaria, hasta tal punto que es verdaderamente difícil vivir solo; pero todo esto termina consumiéndose en ajetreos vacíos e inútiles y esa es nuestra obligación, de hacerle comprender a la masa que si se secan las fuentes de compensación interior, se disminuye como hombre. Además, el pecado del vulgo es la pereza, propicia a entregarse al primer postor, que naturalmente no tiene crédito para poder pagar la confianza depositada en él. El hombre se echa a perder por entregarse a empresas que no son dignas de él.

De ahí surge la otra cara de la soledad, sobre todo en los grandes centros urbanos; la monstruosa aglomeración de seres extraños. Soledad de incomunicación que, en la medida que no deriva en aturdimiento, es de nuevo generadora de angustia. El ruido exterior ensordece y las almas se vuelven incapaces de oír voz alguna enriquecedora, y así las vidas se mueven en un generalizado contexto nihilista.

En el seno del extraño vacío que se produce en nuestras sociedades desprotegidas, hay dos opciones: o el trabajo maquinal o la diversión aturdida. El mundo moderno ha podido hacer desaparecer al desheredado económico, pero queda el desheredado espiritual o moral. El ahogo provocado por la falta de lo urgente pasa a ser angustia por ausencia de lo profundo, y como dijera el autor de «El Principito», «no existe más que un solo problema: redescubrir que existe una vida del espíritu más alta aún que la de la inteligencia, la única vida que puede satisfacer al hombre». A falta de ella, lo que invade a los hombres es la sequedad de sus almas y el infierno de los otros, la incomunicación.

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