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La cultura de lo fácil

El facilitarismo ahoga a los individuos; es tan desmotivador que anula cualquier sueño de progreso

Algunos políticos se creen los Reyes Magos. Anuncian presentes y regalos por doquier, y además sin esfuerzo, porque disparan con pólvora ajena. Un día sacan la chequera y prometen 2.500 euros para los que tengan un niño a partir de la fecha en que tienen la ocurrencia. Otro día se sacan de la manga miles de viviendas a entregar como dádiva graciable a quienes ganen alrededor de 3.000 euros. Pero, no se preocupen, ¡hay para todos! A los adolescentes les facilitan la promoción de curso, aun cuando tengan cuatro suspensos. Y a los jornaleros les firman las peonadas que les puedan faltar para llegar al mínimo exigido para acceder al subsidio. ¿Quién da más?

Esta cultura política es la del facilitarismo. Se vacían las mentes de la neurona del esfuerzo e inmediatamente se rellenan de algodones que garantizan la felicidad inmediata. El posibilismo hedonista consiste, pura y simplemente, en aguantar, quejarse moderadamente y, al final, esperar que el maná llueva del cielo. Así es de fácil, conocido que el punto débil de esta forma de hacer política de algunos de nuestros políticos es que vale absolutamente todo con tal de, presuntamente, atraerse algunos votos a su morral. El facilitarismo, sin embargo, es destructivo, alienante, inhibidor. El facilitarismo ahoga a los individuos, su creatividad, su capacidad, su ambición. El facilitarismo es tan desmotivador que anula cualquier sueño de progreso. Como escribió Goethe, sólo para el perezoso es de noche cuando brillan las estrellas; el perezoso mira siempre el dedo, se contenta con lo que le toque. Probablemente a los políticos que practican esta política les importe muy poco, pues prefieren una sociedad en estado de dormición, una sociedad acríticamente entregada a todo lo que la quieran regalar cuando aquéllos libérrima y discrecionalmente tengan a bien disponer.

El facilitarismo no tiene nada que ver con el Estado del bienestar, que es la forma evolucionada del Estado contemporáneo en la que se procura realizar efectivamente la igualdad material, de forma que todos los individuos tengan garantizadas las condiciones mínimas de existencia: el acceso a la educación, a la sanidad, a las pensiones de jubilación, etc. El Estado social deja de inhibirse de la suerte de los individuos e interviene activamente para tutelar el mínimo vital igual para todos, sin exclusiones por razones económicas o de otra índole.

Ese necesario intervencionismo del Estado es, naturalmente, limitado, constreñido, pues de otro modo podría devenir en totalitarismo, en el régimen caracterizado por la pasión por la unanimidad (y que algunos, con más o menos disimulo, parecen anhelar). El Estado del bienestar así concebido no anula el esfuerzo personal, pues no entrega un cheque-regalo a cada individuo, sino que confiere a todos y cada uno una posición de partida formalmente igual a partir de la cual construye su propio yo, su presente y su futuro. Es un Estado entendido para abrir posibilidades a los individuos en pro de su propia autonomía e independencia. Todo lo contrario, pues, que la cultura política del facilitarismo, que genera ciudadanos dependientes, entregados, acreedores y nunca deudores, titulares exclusivamente de derechos firmes y consolidados, alcanzables sin esfuerzo alguno.

Los políticos del facilitarismo, en fin, deberían leer las palabras de Jenofonte: «Esforcémonos de modo que cada uno de nosotros puede considerarse a sí mismo como artífice de la victoria». O, si les complaciera más, las de Albert Einstein, que confesó que su vida depende del trabajo de sus contemporáneos y de sus antepasados, pero «deberé esforzarme para entregar a mis descendientes la misma proporción en que yo he recibido y aún recibo».