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No sólo las leyes

No sólo las leyes configuran al individuo y a la sociedad, aunque no hay duda de que colaboran de modo importante. Pero el título de estas líneas se refiere más bien a que no es la ley la única culpable de los desaguisados personales y sociales. Es obvio que no alabaré la ley de género, ni la que equipara las uniones homosexuales con el único matrimonio, ni tantas que maltratan la vida, ni la que propone la Educación para la Ciudadanía, ni tantas otras determinaciones legales que sacan a las personas fuera de sus propios términos para desnaturalizarlas, que es tanto como decir, para esclavizarlas. Un estudiante cuyo derecho a la educación es primariamente del Estado, cualquier persona con la libertad de opinión muy limitada porque no puede hablar o escribir de ciertos temas con serenidad, sin exponerse como mínimo al insulto; ser varón o mujer por lo que se siente, y no por lo que se es, etc. Encontrarse en estos o parecidos casos, no deja de ser propio de gentes esclavizadas, tal vez voluntariamente, porque, de un modo u otro según los diversos casos, son tratados de una manera que no les corresponde. Es un gran teatro, con máscara obligatoria o voluntaria. Se ha abandonado la realidad.

Esto y mucho más ocurre hoy en España, pero, ¿quiénes somos los culpables? O por expresarlo positivamente: ¿quiénes han de poner las cosas en su sitio para devolver al hombre toda su dignidad? Esta es una realidad muy honda, hace de cada persona algo sagrado en cierto sentido. Ahí nacen los Derechos Humanos y todo aquello que haga del hombre y la mujer lo que realmente son: imagen de Dios, tema en el que puede no creerse, pero nos va mal cuando al menos no se respeta. Esto no es tarea de legisladores y gobernantes ni exclusiva ni primariamente, aunque sí subsidiariamente.

Es preciso comenzar por los padres de familia, a los que no puede dar igual que sus hijos sean realmente unas personas que trabajan su inteligencia, que robustecen sacrificadamente su voluntad, que comprenden que el amor es, sobre todo, darse; que aman la ilusión del trabajo bien hecho; que dicen la verdad y son leales, que poseen el recto sentido de la libertad, que conduce a buscar la verdad, la belleza y el bien para vivirlos, que buscan servir a los demás, que tratan de conocer y compartir los problemas de los más débiles, que saben cómo viven y hacen lo que pueden por mejorar su existencia, que se interesan por los ancianos y enfermos, que son creativos para pensar una sociedad más igual. Que buscan a Dios para tratarlo y encontrar el sentido de todo. El que no se empeña en ser algo así, es pasto de la terrible dictadura de lo políticamente correcto, verdadera mordaza de la libertad de pensamiento y de expresión. Pero no es eso lo peor, sino la desnaturalización de la persona.

Corresponde a los políticos, en el Gobierno o en la oposición, mirar seriamente a su conciencia, para ver que es muy fácil degradar un país y muy difícil reconstruirlo, a la vez que lo constituye en fácil presa de cualquier género de tiranía. Algunos de los ejemplos citados ya lo son. El Estado debe promover la tolerancia sobre el suelo de la libertad, y no del laicismo, que es ya una manera concreta de entender la vida. No se huya de la religión, que no se impone, para obligar a vivir de un modo que ya no es ni tolerante, aunque el cristiano debe ir más allá de la tolerancia, que sólo es soportar, más o menos educadamente, lo que se estima un error ajeno. El cristiano debe amar sin reservas a todos y, en todo caso, tolerará el error, también con el amor de expresarse con valentía y sinceridad sobre lo que se cree. A lo largo de este artículo, de un modo u otro, venimos hablando de educar. Pues, sabiendo que los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos, los políticos necesitan la magnanimidad de ponerse de acuerdo para un gran pacto nacional para la educación, que forme hombres libres e íntegros, no peleles sujetos a modas pasajeras.

Hay muchas sociedades intermedias a las que su propia naturaleza, protegida por el principio de subsidiariedad, da el derecho y el deber de participar activamente. La extensión limitada del artículo ha de dejarlas, con pena, en un recordatorio.

Y está la Iglesia católica (también otras confesiones), en la que todos debemos hacer muchísimo más: jerarquía y pueblo. La real descristianización de tantos requiere una labor capilar que ayude a volver a muchos que se fueron, o a comenzar a los que nunca estuvieron, siempre con el respeto a la libertad. A la Iglesia no le interesa una formación sin libertad, porque ni se asimila ni salva. Pero hemos de transmitir, si es preciso uno a uno, las verdades de nuestra fe —que siempre se hacen vivencia—, es decir el contenido del Credo; el aprendizaje de la oración, donde mi yo encuentra ese Tú divino con quien hablo; el conocimiento y práctica de los Sacramentos; la conducta que lleva al amor libre de Cristo a través de los Mandamientos. Nos quejamos de que la gente no viene. Pues habrá que ir a buscarlos, como hizo el mismo Cristo, los primeros cristianos y tantos que han comenzado en territorios nuevos. Será menos largo de lo que parece, porque bien puede suceder lo que proclamó Tertuliano: somos de ayer y lo llenamos todo. Pero con oración y el sufrimiento redentor de todos los dolores de las gentes. Me conmueven estas palabras del fundador del Opus Dei: «En el Patronato de Enfermos, quiso el Señor que yo encontrara mi corazón de sacerdote». Y en otro lugar, anota: «Mi Jesús no quiere que le deje y me recordó que Él está clavado en una cama de hospital».

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