» Baúl de autor » Eleuterio Fernández Guzmán » Eleuterio - 2007
Sobre los silencios de Dios
Recientemente, se ha dado paso a una extraña polémica no exenta de ignorancia mostrada por aquellos que han visto una ocasión clara, pensaban, para atacar a la Iglesia en cuerpo de la Beata Teresa de Calcuta. Al parecer, sintió, a veces, el silencio de Dios lo que esas personas entienden como realidad muy rara en el creyente y prueba, ni más ni menos, de la falta de razón que nos conforma a aquellos que creemos en Dios.
El caso es que cualquiera que tenga confianza en la existencia del Padre Eterno y Creador nuestro y que sepa que, por eso mismo, nuestra relación con Él puede pasar por momentos de alejamiento, sabe, también, que esa distancia que nos separa siempre la ponemos, de por medio, nosotros mismos.
Dice Joseph Ratzinger-Benedicto XVI en su «Jesús de Nazaret» (página 121) que Dios se manifiesta, muchas veces, en «su hablarnos silencioso». Y esto, es muy posible, que no sea entendido de forma adecuada por todos aquellos que se dejan llevar por el mundo y por su abuso de poder material.
Y antes de seguir con esto, sería conveniente determinar, en primer lugar, si en verdad existe esa falta de comunicación de Dios hacia nosotros o si, más bien, es al revés; en segundo lugar, qué es lo que podemos hacer ante ese silencio.
En la mayoría de las ocasiones no se trata, evidentemente, de que el Padre no quiera, por decirlo así, ponerse en contacto con nosotros a través de las mociones de su Espíritu. Eso, además, no es posible porque, como Padre, el contacto con su creación, le es, seguro, necesaria. Por eso mismo nos da la libertad para escogerle para que, en verdad, lo hagamos con conocimiento de causa. No puede ser por eso.
Es, al contrario, de nuestra parte, desde donde se corta el hilo de amor que nos une a Dios y desde donde ponemos trabas a que la comunicación divina siga el curso normal que, en todo caso, nunca debería romperse. ¿Por qué? Quizá por no entender, en primer lugar, cómo es esa especial relación en el Padre de Cristo y Padre nuestro; quizá porque nos dejamos vencer, con facilidad, por una falta de respuesta que esperamos pronta, sin perseverar en la oración, como deseando que por ser hijos siempre se nos ha de dar todo sin, siquiera, reclamarlo como corresponde; quizá porque escuchamos hacia otro lado cuando al corazón nos habla con su especial forma de convertirlo en blando músculo amoroso y misericordioso y no nos conviene eso; quizás... por tantas cosas que ahora no recordamos pero que, analizadas, nos muestran, con claridad, la causa, el origen, el por qué de nuestra sequedad espiritual, del desierto por el que pasamos momentáneamente sin ver salida alguna a esa tiniebla.
Ya sabemos, deberíamos saber, por lo tanto, que no es culpa de Dios que se produzcan sequedades del alma ni de falta de atención por su parte sino de los inexpertos receptores de su ayuda.
Por tanto, ante los supuestos silencios, provocados por nosotros, de Dios, podemos hacer dos cosas: bien tratamos de prestar más atención a lo que nos dice o bien lo dejamos de lado porque, quizá, queríamos que nos hablara al oído como un amigo puede hacer con nosotros pero oyendo sólo lo que nos es de gusto.
Así, vale la pena atender, en nuestra propia vida, la voz de Dios que resuena fuerte, con energía, con luz. Puede encontrarse, si somos capaces de mirar con ternura y con atención, en la vida de los hijos, que, en su, a veces, liviandad, contienen la esencia misma de la creación, reflejo del Padre; podemos descubrir su presencia, su huella en el mundo, en la entrega de quien no conocemos pero vemos, atareado en servir al otro, en los que hacen de su vida una llaga que suple, con amor, los sufrimientos de otros; podemos encontrar el rastro de su paso en aquellas personas que de sus manos hacen instrumentos de sanación del cuerpo y de sus corazones senos donde mecer a los que sufren; podemos entrever su aliento en aquellos que no piensan en minutos, ni en horas, ni siquiera en días sino en esfuerzos, en entregas, en instantes de acompañamiento del que está solo, del que necesita, más que materia, espíritu; más que bienes, seres que amen su dolencia primordial.
Y así, sabiendo que no resulta extraño, ni difícil, ni alejado de nuestras posibilidades, tener a Dios en nuestro corazón porque siempre está ahí, esperando que tomemos el camino certero hacia su Reino disfrutable, ya, en este mundo; porque en todas las ocasiones, duras y difíciles, desiertos del pasar, podemos acogernos a sus manos cálidas, a su Palabra que lo contiene, a los que, en tiempos pretéritos, supieron dejarse su ser en descubrir la exacta voluntad de Dios que nunca impone.
Hacer, pues, de ese silencio que, en verdad, es permanencia que espera nuestro despertar, un fruto, es cosa nuestra porque para eso no hay atajos sino aceptación; no facilidades sino observar lo que Dios nos ofrece; no sólo luces sino, también, muchas sombras que no son, sino, las luminarias que, por su excesivo acento, nublan nuestro corazón.
Al fin y al cabo para la Beata Teresa de Calcuta ni las cosas fueron fáciles ni todo debió ser terciopelo espiritual. El camino, a veces, también está lleno de guijarros que nos impiden el paso hacia Dios. Lo que importa, para nosotros, es que sepamos despreciarlos, apartarlos de nuestro paso, para que el sonar de nuestras pisadas por el mundo no ahogue la voz del Padre que nos llama, con gritos audibles, a Su ser.
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