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Qué Dios (I)

Llegado a la región de Cesarea de Filipo Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» Ellos dijeron: «Unos, que eres Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías o uno de los profetas.» Y Él les dijo: «¿Y vosotros, quién decís que soy yo? Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos[1].

A poco más de dos mil años de distancia las preguntas no han perdido actualidad. Ambas nos remontan, afirmada la existencia de Dios, a un planteamiento fundamental: ¿quién es ese Dios existente? El cuestionamiento llega a cobrar una profunda, y a veces dramática, dimensión personal cuando lo asumimos como es, dirigido también a nosotros mismos: ¿quién es Dios para mí?

Un repaso histórico por las diversas religiones y doctrinas morales nos dejan entrever una remota aproximación a modo de respuesta a esa pregunta fundamental. Es así que el hinduismo nos habla de la vida universal, el taoísmo de la sabiduría del devenir, el confucianismo del tao que expresa la voluntad del cielo o la Grecia antigua de los numerosos dioses humanos y superhumanos tan prodigiosamente vivientes y olímpicamente severos. A la par, a lo largo de la historia del pensamiento, en las distintas disciplinas humanas y científicas, los hombres se han encontrado directa o indirectamente con esa pregunta: ¿quién es Él? En la antigüedad clásica la necesidad de hallar y explicar las causas, principios y límites del ser condujo a los primeros filósofos a plantearse semejante interrogante y a esbozar constantemente alguna respuesta. Anaxágoras dijo que era el Nous, Sócrates sólo se pronunció a favor de su existencia; Platón dijo que era la Causa Primera, Aristóteles que el Primer Motor Inmóvil y, más tarde, ya en otro ambiente, Plotino le designó «El Uno».

Conocemos a Dios pero, ¿qué tipo de conocimiento es ese? ¿Un conocimiento intelectual absoluto capaz de contener y abarcar a Dios o un conocimiento limitado que precisa de algún tipo de ayuda para que Él se acerque? ¿Es posible hablar de Dios? ¿Sigue siendo necesario hacerlo? De las respuestas depende mucho, depende todo; para los católicos, además, no es un planteamiento ante el cual podemos permanecer indiferentes pues por la encarnación del Hijo de Dios sabemos que Dios se nos ha revelado[2], que Dios ha dado testimonio de sí mismo[3]. Se puede, se debe hablar de Dios porque el mismo Dios nos ha hablado. Ésta es la tesis a la que apunta el cardenal jesuita Jean Danielou[4]; una cuestión radical que «tiene que ver con la diversa comprensión que de Dios tiene el hombre y, consecuentemente, con el modo de entender las relaciones ontológicas e históricas que hay entre Dios, el mundo y el hombre» [5].

I. «¿Quién dicen los hombres que es Hijo del hombre?»

El Dios de los filósofos

Aquella primera manera cómo Jesús imposta su pregunta también tiene su sentido aquí. Entonces preguntó a sus discípulos y ahora, en nuestro contexto, nos la dirige de nuevo si bien ahora somos unos discípulos distintos pero discípulos al fin y al cabo. ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo el del hombre?[6] Las respuestas entonces fueron dispares; por su contenido podemos creer que procedían de personas cercanas al círculo de los simpatizantes pero, no obstante, todas son erradas; son eco de lo que otros dicen, opiniones comunes de quienes ven al ras de lo meramente humano, del fervor fácilmente consumible, de la emotividad ramplonamente pasajera. Aún hoy se ha continuado en el mismo seno del cristianismo una disputa común entre posturas que difieren en su concepción de Dios. A un pretendido Dios de la religión amparado por la fe se le ha buscado contraponer un modelo de Dios de la filosofía sustentado por la razón. Aun dentro de la filosofía las opiniones son bien diversas y polares llegando a extremos como el racionalismo que exagera la cognocibilidad de Dios pretendiendo incluso abarcar su esencia derivando, luego, en panteísmo que hace de Dios un ser inmanente encerrado en todas las realidades, una unidad primordial de todas las cosas, un «algo» incognoscible como persona.

¿Y no es así? ¿No es acaso Dios objeto de la filosofía? No y sí: Dios no puede ser circunscrito por la inteligencia; si fuese totalmente cognoscible ya no sería Dios. Sí es objeto de la filosofía pero también es su limitación, su aspiración suprema y su problemática. ¿Y la razón, dónde queda la razón? La razón no llegará jamás a Dios más que mediatamente, en el sentido de que su existencia es exigida por la contingencia de lo que ella alcanza a comprender, por eso afirmará su existencia y trascendencia.

El problema de Dios pone de manifiesto la contradicción intrínseca de la filosofía[7]. Los racionalistas creen que la filosofía pierde su razón de ser si no llega a posesionarse totalmente de la inteligibilidad del ser, si no resulta ser el conocimiento supremo. No se resigna a reconocer la existencia de un principio que supere su facultad cognoscitiva, esa cognocibilidad designada con el nombre de Dios. Pero este no es el Dios de la razón sino el ídolo del racionalismo. El error del racionalismo radica en considerar a Dios en el mismo plano de los demás objetos de la razón. Dios no puede ser tratado como un problema. Todo lo que se diga de él es insuficiente, imposible encerrarle dentro de un concepto: «Es todo lo que es y nada de lo que no es» [8].

«La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen»[9]. Pero el racionalismo no ha sido la única degeneración y radicalización de la postura. Otras posturas radicales[10] son, por ejemplo, el agnosticismo que se niega a decir una palabra sobre Dios situándose en el terreno de la interrogación; el ateísmo que niega la existencia de todo lo que cae al otro lado de la luz racional; o el idealismo que reduce todo a pensamiento. A todas esas posturas —o degeneraciones— les ha faltado percibir que Dios es por excelencia ese ser del que no podemos disponer. El error de estas falsas filosofías estriba en hacer de Dios un objeto, en pretender apoderarse de Él por medio de la inteligencia.

Jean Danielou denuncia una auténtica y una falsa utilización de la filosofía: hay un falso Dios de los filósofos y una verdadera filosofía de Dios. Para justificar esa verdadera filosofía legitima la utilización de Dios, raíz de la problemática, superando tres objeciones (la razón corrompida por el pecado no puede llegar a la verdad, Dios queda más allá de las posibilidades de la inteligencia humana, es ilusión creer conocerle, y otros se dejan impresionar por contradicciones entre filósofos y opinan que es peligroso dejar el conocimiento de Dios a merced de sus razonamiento) y afirmando que la razón puede conocer a Dios[11] pero sólo desde fuera —y en esto queda al descubierto su insignificancia—. Esta postura es afirmación de las posibilidades de la razón: el conocimiento que tiene de Dios no le pertenece en propiedad pero no deja de serlo en realidad: «La razón conoce firmemente la existencia de Dios. Éste, como causa necesaria, queda envuelto en la existencia del hecho contingente; como verdad absoluta, queda comprendido en el ejercicio mismo de la inteligencia; como bien perfecto, es exigido por el hecho de la existencia de una moralidad» [12].

El conocimiento de Dios, del Dios verdadero, supone un encuentro personal donde interviene la razón pero que jamás podrá ser el resultado de una conquista de ésta: «Sólo la creencia en Dios que ha sido sometida a prueba por la razón y ha resistido el examen, que ha sido puesta en contraste con el resto de los conocimientos y ha resultado acorde con ellos, tiene la solidez suficiente y la seguridad de una convicción realmente bien fundamentada».

Notas

[1] Cfr. Mt. 16, 13-17.

[2] Cfr. Jn. 1, 18.

[3] Cfr. Jn. 8, 18.

[4] Jean Daniélou (1905-1974) fue nombrado cardenal el 28 de marzo de 1969 por el papa Pablo VI. En 1956 Daniélou se hacía estas preguntas cuya pertinencia ha crecido. Con su libro "Dios y nosotros", a cuyo capítulo segundo hacemos los comentarios, valoraciones y juicios, pretendió ayudar a quienes buscan a Dios a tientas y guiar a un mejor conocimiento a quienes ya lo conocen.

[5] C. IZQUIERDO, introducción al libro "Dios y nosotros" en http://www.arvo.net/documento.asp?doc=141002d.

[6] "«Todos los hombres desean saber » y la verdad es el objeto propio de este deseo. Incluso la vida diaria muestra cuán interesado está cada uno en descubrir, más allá de lo conocido de oídas, cómo están verdaderamente las cosas. El hombre es el único ser en toda la creación visible que no sólo es capaz de saber, sino que sabe también que sabe, y por eso se interesa por la verdad real de lo que se le presenta. Nadie puede permanecer sinceramente indiferente a la verdad de su saber. Si descubre que es falso, lo rechaza; en cambio, si puede confirmar su verdad, se siente satisfecho. Es la lección de san Agustín cuando escribe: « He encontrado muchos que querían engañar, pero ninguno que quisiera dejarse engañar». Con razón se considera que una persona ha alcanzado la edad adulta cuando puede discernir, con los propios medios, entre lo que es verdadero y lo que es falso, formándose un juicio propio sobre la realidad objetiva de las cosas. Este es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad. No menos importante que la investigación en el ámbito teórico es la que se lleva a cabo en el ámbito práctico: quiero aludir a la búsqueda de la verdad en relación con el bien que hay que realizar. En efecto, con el propio obrar ético la persona actuando según su libre y recto querer, toma el camino de la felicidad y tiende a la perfección. También en este caso se trata de la verdad. He reafirmado esta convicción en la Encíclica Veritatis splendor: « No existe moral sin libertad [...]. Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y seguirla una vez conocida ». Es, pues, necesario que los valores elegidos y que se persiguen con la propia vida sean verdaderos, porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza. El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo transcienden. Ésta es una condición necesaria para que cada uno llegue a ser sí mismo y crezca como persona adulta y madura". JUAN PABLO II, Encíclica Fides et Ratio, n. 25, en Encíclicas de Juan Pablo II. Primera edición mundial de todas las encíclicas del Papa, Edibesa, Madrid 2003.

[7] "En este último período de la historia de la filosofía se constata, pues, una progresiva separación entre la fe y la razón filosófica. Es cierto que, si se observa atentamente, incluso en la reflexión filosófica de aquellos que han contribuido a aumentar la distancia entre fe y razón aparecen a veces gérmenes preciosos de pensamiento que, profundizados y desarrollados con rectitud de mente y corazón, pueden ayudar a descubrir el camino de la verdad. Estos gérmenes de pensamiento se encuentran, por ejemplo, en los análisis profundos sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la personalidad y la intersubjetividad, la libertad y los valores, el tiempo y la historia; incluso el tema de la muerte puede llegar a ser para todo pensador una seria llamada a buscar dentro de sí mismo el sentido auténtico de la propia existencia. Sin embargo, esto no quita que la relación actual entre la fe y la razón exija un atento esfuerzo de discernimiento, ya que tanto la fe como la razón se han empobrecido y debilitado una ante la otra. La razón, privada de la aportación de la Revelación, ha recorrido caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final. La fe, privada de la razón, ha subrayado el sentimiento y la experiencia, corriendo el riesgo de dejar de ser una propuesta universal. Es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Del mismo modo, una razón que no tenga ante sí una fe adulta no se siente motivada a dirigir la mirada hacia la novedad y radicalidad del ser". JUAN PABLO II, Encíclica Fides et Ratio, n. 48, en Encíclicas?

[8] "Ya santo Tomás demostró que todo lo que se diga de Él debe ser negado inmediatamente, que la teología negativa es el complemento de la teología afirmativa. En esto consisten también las teorías de la analogía que nos permiten hablar de Dios con palabras sacadas de la creación, pero teniendo el cuidado de precisar que son verdaderas aplicadas a Él en un sentido muy distinto al en que son verdaderas aplicadas a las criaturas" J. DANIELOU, Dios y nosotros, Cristiandad ed., Madrid 2003, p. 71.

[9] Cfr. JUAN PABLO II, Encíclica Fides et Ratio, n. 5, en Encíclicas.

[10] "Las radicalizaciones más influyentes son conocidas y bien visibles, sobre todo en la historia de Occidente. No es exagerado afirmar que buena parte del pensamiento filosófico moderno se ha desarrollado alejándose progresivamente de la Revelación cristiana, hasta llegar a contraposiciones explícitas. En el siglo pasado, este movimiento alcanzó su culmen. Algunos representantes del idealismo intentaron de diversos modos transformar la fe y sus contenidos, incluso el misterio de la muerte y resurrección de Jesucristo, en estructuras dialécticas concebibles racionalmente. A este pensamiento se opusieron diferentes formas de humanismo ateo, elaboradas filosóficamente, que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad. No tuvieron reparo en presentarse como nuevas religiones creando la base de proyectos que, en el plano político y social, desembocaron en sistemas totalitarios traumáticos para la humanidad. En el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral. Consecuencia de esto es que algunos científicos, carentes de toda referencia ética, tienen el peligro de no poner ya en el centro de su interés la persona y la globalidad de su vida. Más aún, algunos de ellos, conscientes de las potencialidades inherentes al progreso técnico, parece que ceden, no sólo a la lógica del mercado, sino también a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo. Además, como consecuencia de la crisis del racionalismo, ha cobrado entidad el nihilismo. Como filosofía de la nada, logra tener cierto atractivo entre nuestros contemporáneos. Sus seguidores teorizan sobre la investigación como fin en sí misma, sin esperanza ni posibilidad alguna de alcanzar la meta de la verdad. En la interpretación nihilista la existencia es sólo una oportunidad para sensaciones y experiencias en las que tiene la primacía lo efímero. El nihilismo está en el origen de la difundida mentalidad según la cual no se debe asumir ningún compromiso definitivo, ya que todo es fugaz y provisional. Por otra parte, no debe olvidarse que en la cultura moderna ha cambiado el papel mismo de la filosofía. De sabiduría y saber universal, se ha ido reduciendo progresivamente a una de tantas parcelas del saber humano; más aún, en algunos aspectos se la ha limitado a un papel del todo marginal. Mientras, otras formas de racionalidad se han ido afirmando cada vez con mayor relieve, destacando el carácter marginal del saber filosófico. Estas formas de racionalidad, en vez de tender a la contemplación de la verdad y a la búsqueda del fin último y del sentido de la vida, están orientadas -o, al menos, pueden orientarse- como « razón instrumental » al servicio de fines utilitaristas, de placer o de poder". JUAN PABLO II, Encíclica Fides et Ratio, n. 46-47, en Encíclicas?

[11] La Humani Generis reconoce posibilidad de que la razón pueda llegar a conocer la existencia de Dios con la gracia; gracia a la que el CIC 153-155 Cuando San Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido "de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por él, "Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede `a todos gusto en aceptar y creer la verdad'" (DV 5). 154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad "presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela" (Cc. Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con El. 155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: "Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia" (S. Tomás de A., s.th. 2-2, 2,9; cf. Cc. Vaticano I: DS 3010).

[12] J. DANIELOU, Dios y nosotros?, p. 66.

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