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Izquierda y cristianismo

Los progresistas asimilan la política económica neoliberal y participan en la ceremonia del consumismo

Como dijo Kierkegaard a propósito de Sócrates y de Jesús, «la verdad será mortalmente apaleada». No se refería el filósofo danés a ninguna época determinada. La arrogancia del poder frente a la debilidad de la sabiduría se extiende a todo tiempo y a todo lugar. Pero hay momentos históricos en que esta realidad se hace más patente. El problema no es entonces que se digan mentiras, es que se vive en la mentira, la cual adquiere carta de naturaleza, se instala en la cultura dominante y mueve todos los posibles resortes para ridiculizar posturas a cuyo favor está la evidencia. Ya se sabe que uno de los niveles extremos de la ebriedad es, justo, la negación de la evidencia, precedida por los insultos al clero e instituciones armadas.

Esa minoría social formada por los lectores de periódicos, que normalmente han cumplido cierta edad, no sale de su estupor cuando se entera de que la izquierda radical no admite que en la pintoresca ley de memoria histórica se haga mención a la represión contra los católicos en general y contra los sacerdotes, obispos y religiosas en particular. Fueron miles los liquidados de la noche a la mañana, todo el mundo lo sabe. ¿Por qué negarlo? Tampoco habría que extrañarse. La novela recién traducida de Vasili Grossman, Vida y destino, vuelve a traer al recuerdo los millones de víctimas de la revolución bolchevique y del comunismo soviético. No se refiere sólo al estalinismo, sino que parte de Lenin, y continúa con los sucesores de Stalin. El final del terror no llega —como pronto— hasta la caída del muro en 1989, aunque realmente se prolonga muchos años más en el bloque oriental, y sigue vigente en China y otros países asiáticos, sin olvidar del todo a Cuba.

Hoy, cuando la izquierda radical está intelectualmente liquidada en todos los países avanzados, sigue brillando por su ausencia la autocrítica de comunistas y marxistas en general. Recuerdo vagamente que la universidad española de los años sesenta, setenta y ochenta estaba poblada de revolucionarios de izquierdas. Pero no he visto ni oído que uno sólo de ellos haya pronunciado desde entonces las dos palabras mágicas: «Me equivoqué». Nadie ha cantado la palinodia prescrita por su manual de instrucciones. Al revés, se insulta con un furor sospechosamente renovado a los que alertaron (y no fueron escuchados) contra las barbaridades inhumanas de los fascistas y totalitarios de variado linaje. Y ahora se lee en algunos manuales de Educación para la Ciudadanía que los comunistas han sido minorías perseguidas. Desde luego, no aquí ni recientemente. Al menos en la universidad franquista, los estudiantes represaliados eran sobre todo los socialdemócratas y cristiano-demócratas, porque —así lo escuché a la sazón de labios de una relevante autoridad— éramos realmente más peligrosos para el régimen franquista.

El punto fascinante y fuerte de la izquierda había sido siempre su clamor en defensa de los humillados de este mundo, de los pobres y marginados. Pero de eso ya no se oye hablar. Los progresistas han asimilado la política económica neoliberal y participan con entusiasmo en la ceremonia del consumismo. Desprecian a los que pretenden ayudar a emigrantes, enfermos incurables y miserables de la tierra, hasta el punto de injuriar a la Madre Teresa y a Juan Pablo II en exposiciones blasfemas subvencionadas con el dinero de todos. Critican a Benedicto XVI por cualquier detalle indiferente, y pasan por alto sus duros alegatos —en Jesús de Nazaret— contra el capitalismo, la globalización, el hambre de millones de niños, y el abandono de los desheredados de la fortuna. Sólo él se atreve a decir, como hace pocos días, que una economía basada sólo en el principio de los beneficios es inhumana. Pero es quizá eso lo que no se perdona a la Iglesia católica: que siga en la brecha, en defensa de los no nacidos, a favor de la auténtica familia y no de sus sucedáneos, en contra de la manipulación ideológica en la enseñanza de los jóvenes. Los cristianos saben que aquello que el permisivismo moral permite es el dominio de los débiles por parte de los fuertes. Y decir esto, aquí y ahora, resulta peligroso.

Pero no hay que callar, aunque le tilden a uno de pesimista, de romántico, de añorante de otros tiempos. Yo no digo que algún tiempo pasado fuera mejor. Desde luego no lo fue la España autoritaria y clasista. Ahora bien, muchos esperábamos que la lucha contra la dictadura y la injusticia, con el advenimiento de la democracia, nos deparara un escenario más equilibrado, solidario y, sobre todo, intelectualmente abierto. No siempre ha sido así y ahora, desde luego, las actitudes oficiales discurren en sentido contrario. Menos mal que el temple de un país no lo hacen ni el talante de su burocracia política ni la avidez de su tecnoestructura económica. Lo hacemos los ciudadanos con discursos valientes y actuaciones libres.

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