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Testigos

Como nada que tenga que ver con nuestra Fe está separado de Aquel que la origina y causa, Cristo, ya estaba escrito lo que tenía que pasar. En un pasaje del Evangelio de San Lucas se ponen en boca del Maestro las siguientes palabras proféticas:»Pero, antes de todo esto, os echarán mano y os perseguirán, os entregarán a las sinagogas y cárceles y os llevarán ante reyes y gobernadores por mi nombre» (Lc 21,12). Era bien sabido, por parte de todos aquellos que comenzaron a difundir el mensaje de Jesús que lo que iba a pasar tenía que pasar, que era un peaje que se tenía que pagar para alcanzar la salvación, por muy triste que esto pudiera parecer a vista de ser humano y aunque no siempre fueran reyes y gobernadores los causantes de la muerte sino hombres ataviados de cierta humanidad no grande.

Por eso, el 26 de diciembre de 2005, fiesta de San Esteban, Benedicto XVI, recordando al que fuera primer mártir cristiano, dijo que «Con él» comenzaba «la larga serie de mártires que han sellado su fe con la entrega de su vida, proclamando con su heroico testimonio que Dios se hizo hombre para abrir al hombre el reino de los cielos»

Como ya ha sucedido en alguna ocasión más (pues existen muchos ejemplos de esto que hablamos) ya es conocido por todos que el día 28 de este mes de octubre se va a proceder, en la Plaza de San Pedro de Roma a la beatificación de 498 personas que, con su testimonio de Fe, pasarán a formar parte del elenco de aquellos que han dado su vida, física, a lo largo de los siglos, por lo que creían; de aquellos que haciendo gala del ejercicio de ese conjunto de creencias que los determinó, desde que optaron por ellas, a seguir el camino, siempre difícil, de la entrega a Dios y a lo que esto supone, son ejemplo de lo que, en determinadas ocasiones, estamos obligados a hacer.

Por eso, este mes de octubre del año del Señor de 2007, muchos siglos después desde que, en espectáculos paganos fuesen sacrificados aquellos otros nosotros, hermanos todos e hijos de Dios, vamos a recordar la sangre divina de aquellos que, en el paganismo del siglo XX, supieron hacer de su testimonio un espejo donde mirarse.

No se escapa casi ninguna provincia de España que no tenga un mártir entre sus gentes y, por lo tanto, toda nuestra patria se ha de sentir agradecida a la entrega de los que supieron comportarse en momentos tan difíciles de una forma tan éticamente elevada. Y por extensión, todo el universo cristiano.

El símbolo que se ha elegido para esta ocasión muestra, bien a las claras, el significado de las vidas de los mártires próximos a beatificar: una cruz y unas llamas (varias, para ser exactos).

Ambos elementos de este logotipo vienen a indicarnos la causa y el motivo de la actuación de esas personas, la mayoría desconocidos para el común de los cristianos pero, por ser hermanos en la Fe, cercanos a nuestro corazón y estrechamente unidos a nuestros sentimientos de hijos de Dios: una cruz que marcó los caminos de sus vidas y una llama de amor, la llama de amor viva de San Juan de la Cruz (¡Cuán manso y amoroso/recuerdas en mi seno/donde secretamente solo moras,/y en tu aspirar sabroso/de bien y gloria lleno,/cuán delicadamente me enamoras!) que los determinó a arder, metafóricamente, en amor al crucificado con el que iban a compartir, en ese tiempo, la sangre del martirio.

Quizá por esto Benedicto XVI se pregunta, en su libro «Ser Cristiano» (1967) que «¿En qué consiste eso específico del cristianismo que no sólo lo justifica, sino que nos fuerza a ser cristianos y a vivir como tales? «

Luego, pasados los años y los acontecimientos de la historia, Juan Pablo II, en su viaje a Filipinas, en 1981, en la Misa de beatificación de Lorenzo Ruiz y compañeros mártires dijo que «morir por la fe es un don para algunos; vivir la fe es una llamada para todos»

Por eso, siguiendo lo dicho tanto por el Papa polaco como por el actual Pontífice, pues ambos manifiestan la misma idea acerca de la Fe y del significado que tiene para los creyentes, nos vemos abocados a participar, en lo que podamos, de los acontecimientos sucedidos en aquellos años 30 del siglo pasado que tanto fruto dieron para el Reino de Dios, orando por las almas que desde entonces gozan de la eternidad.

También, por si esto no fuera ya suficiente, debemos, estamos en la obligación de, ser testigos, aunque sea de la manera que nos corresponda en estos primeros años del siglo XXI. No podemos, por eso, limitarnos a gloriar a los que nos precedieron en la Fe y a los que se dieron para que nosotros pudiésemos profesar la creencia en Dios sino, que, al contrario, hemos de actuar sin miedo, en frase conocida de Juan Pablo II tras su elección como Santo Padre.

En el Ángelus citado (el del día 26 de enero de 2005) el Santo Padre dijo algo que resulta crucial para tener en cuenta en nuestros días: «profesar la fe cristiana exige el heroísmo de los mártires».

Ya había dicho Juan Pablo II Magno En la Exhortación Apostólica Postsinodal Ecclesia in Europa que «Los mártires, además, celebran el «Evangelio de la esperanza», porque el ofrecimiento de su vida es la manifestación más radical y más grande del sacrificio vivo, santo y agradable a Dios, que constituye el verdadero culto espiritual (cf. Rm 12, 1), origen, alma y cumbre de toda celebración cristiana» (13)

Por eso, nosotros, ahora que faltan pocos días para que la formalidad necesaria reconozca lo que el corazón ya sabía, sólo nos queda agradecer, en el cielo seguro que nos oyen, a esos 498 testigos, fieles a la palabra dada a Dios, hasta su viaje definitivo al Reino del Padre, que por ellos somos nosotros, pecadores, algo mejores.

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