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Estúpidos y avisados

Estoy en el umbral de los cuarenta y cinco años. Ni en los treinta, ni en los sesenta, sino, siguiendo una lógica orteguiana, en una generación intermedia. Cuando alcance los sesenta (la voluntad de Dios determinará lo mejor), es muy probable que me encuentre gobernado (la voluntad de Dios no lo permita) por los que ahora tienen treinta, las Juventudes Socialistas que para defender Educación para la Ciudadanía ridiculizan a los objetores a través de un «simpático y útil» vídeo, en palabras del presidente del Gobierno. Estos jóvenes, a quien España les viene pequeña porque ellos mismos la achican y empobrecen, dividen al ser humano en pijos y lerdos católicos de derechas, y progres y sabios laicistas de izquierdas. El objetivo ya lo han conseguido: levantar polémica, sembrar cizaña. Es la herencia menos oscura del ciudadano Zapatero.

La herencia peor en que nos encontramos debería llevarnos a reaccionar antes de que caiga la tarde y dominen las tinieblas en el vulnerable horizonte secular. De hecho, un sector nada desdeñable de la ciudadanía comienza a dudar de los signos de la nación española, de sus raíces profundamente cristianas y, por tanto, a dudar de sí mismos. La derrota en las creencias y convicciones a que nos quieren llevar ciertas instancias de la jerarquía civil y pública es la condición ineludible para que pueda soñarse con una victoria. La decepcionante pretensión de reformar la educación y la cultura replegando los proyectos del hombre a sus propias limitaciones constitutivas sólo es el resultado de un Ejecutivo que quiere apuntarnos a la ilusión de estar desilusionados. La construcción de la sociedad no puede partir de lo ya logrado únicamente, de unos mínimos éticos en los que cifrar el contento y la feliz convivencia. No puedo apoyarme en mis limitaciones para lograr la plenitud, ni aspirar a la mejora ajustando nuestras aspiraciones a nuestros límites. No podemos aceptar que se eduque en la falta de luz cuando se aspira a la visión y al sentido, ni fundar la educación en la utopía de un ateísmo práctico cuando se quiere lo bueno y lo incondicionado. Hay que rehusar de un modo efectivo al proyecto laicista lúdico en el que estamos sumergidos. El progresismo no es un seguro de vida contra las imperfecciones humanas.

Entre los muchos epítetos que Goethe dedica a Fausto, hay uno que es ilustrativo de la situación educativa presente: el insatisfecho. El hombre tiene el privilegio, según Ortega, de sentirse descontento, si algo divino posee es su divino descontento, una especie de amor sin amado y un dolor que sentimos en miembros que no tenemos. La Educación para la Ciudadanía implantada por el Gobierno en su indigente proyecto de una nueva sociedad laicista, me deja como a Fausto, profunda y humanamente descontento.

La cultura tiene que justificarse ante el hombre sirviéndole para su perfección. La educación totalitaria no educa en libertad ni, por eso mismo, puede perfeccionar al hombre, a quien el mismo Dios crea libre. La cultura satisfecha de sí misma, atrincherada en los límites del propio hombre, nos permite sólo decir: bienaventurados los que no sean gobernados en un futuro por quienes se empeñan en hender la comunidad humana en estúpidos y avisados.

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