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Nacionalismos y dignidad humana
El hombre es un ser histórico. Nace en una familia, aprende un idioma, se sumerge en una cultura, acoge la religión que le enseñan en casa o en la parroquia.
Desde su historicidad, cada hombre o mujer entra a formar parte de diversos grupos humanos. Desde el más íntimo y cercano, la familia, hasta el más amplio y universal, la humanidad.
Pertenecemos a distintos grupos gracias a algo común: la identidad humana. Desde ella podemos considerar a cualquier hombre, a cualquier mujer, como hermano nuestro, como co-partícipe de algo que une por encima de las diferencias.
Los distintos grupos de pertenencia mantienen su carácter sano y dinámico si no pierden nunca de vista esa común identidad humana. Así nacerá en cada uno el respeto al diverso, el compromiso por la justicia, la búsqueda del servicio, el amor sincero hacia los demás. Por el contrario, los grupos de pertenencia sufren serias patologías cuando atan a formas de agregación que fomentan la violencia y la intolerancia, cuando invitan al desprecio al diverso.
En el pasado y en el presente, palabras como «patria» y como «nación» (con sus riquezas y su complejidad) han sido y son asumidas como fuentes de integración o como motivo de desprecio. Convertir el nombre de una nacionalidad distinta de la propia en un insulto implica caer en un nacionalismo enfermizo, en una degeneración que es la antítesis más completa de lo que podríamos considerar un sano patriotismo.
Juan Pablo II, en su libro «Memoria e identidad» (pp. 87-88), explicaba la diferencia entre patriotismo (sano amor a la propia patria) y nacionalismo (una degeneración peligrosa) con estas palabras: «el nacionalismo se caracteriza porque reconoce y pretende únicamente el bien de su propia nación, sin contar con los derechos de las demás. Por el contrario, el patriotismo, en cuanto amor por la patria, reconoce a todas las otras naciones los mismos derechos que reclama para la propia y, por tanto, es una forma de amor social ordenado».
La humanidad ha sufrido y sufre por guerras absurdas y choques culturales originados desde nacionalismos exagerados. El amor a la patria no puede convertirse en desprecio hacia el diverso. El verdadero diálogo entre las culturas y los pueblos pasa por cada corazón humano que comprende el valor de quienes comparten una común humanidad por encima de diferencias históricas, por más profundas y visibles que éstas puedan ser.
Reconocer la dignidad humana de todos, grandes o pequeños, nacidos o no nacidos, niños o ancianos, españoles o japoneses, es el paso necesario y urgente para sanear cualquier proyecto de integración nacional o internacional. Sólo así la humanidad cerrará páginas de historia llenas de sangre e injusticia para abrirse a horizontes de esperanza, justicia y paz.
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