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La memoria que separa

Ante el desbloqueo de su tramitación parlamentaria, otra vez está sobre el tapete la memoria histórica. De la que, como sucede con el colesterol, y aunque algunos lo nieguen, existen dos: una buena, la que une, que en aras de la salud social debe potenciarse, y otra perniciosa, la que separa, cuya difusión hay que controlar para evitar sus daños, entre los que se hallan los trombos que obstruyen la convivencia, y los infartos que matan la concordia.

Ambas han existido siempre en todas las sociedades, aunque la segunda solo en la España de nuestros días ha sido oficializada con promoción institucional y dinero público, pese a que sus objetivos no tienden a la concordia ciudadana ni al interés general, sino a intereses partidistas. Justificada con argumentos de demagógico sentimentalismo que han llegado a confundir a cierta gente de buena fé. Y desempolvada después de treinta años de concordia tras la transición que se inició en 1975. Lo que indica que su propósito no es honrar a muertos ignorados, que eso pudieron empezar a hacerlo entonces, sino el oportunismo político. Que una cosa es la obra de misericordia de enterrar a los muertos, y otra muy diferente desenterrarlos para atizar con ellos a la gente en la cabeza como si fueran garrotes.

Tan parcial iniciativa ha suscitado fuerte rechazo en mucha gente que estima que lo mejor que se puede hacer con los muertos es dejarlos descansar en paz, y no utilizarlos como arma arrojadiza setenta años después de su muerte. Porque la memoria hay que ir aliviándola de contenidos, ya que si se pretende conservarlos todos, éstos acaban por aplastar.

Algunos desavisados preguntan: ¿Pero qué se entiende por memoria histórica buena o memoria histórica mala? Mas la cuestión no es qué se entiende, sino qué es cada una de ellas según su naturaleza. La memoria histórica a secas, aunque ahora, para distinguirla de la otra, haya que llamarla memoria histórica buena, es la que evoca y analiza con objetividad el pasado para tomarlo como referente de identidad y pauta de actuación cara al futuro. Asumiéndolo y recordándolo como fue, no con criterio selectivo, según a cada uno le hubiera gustado que fuera. Todo, no solo lo que interese a una facción según las circunstancias. La que asumiendo las luces y las sombras de dicho pasado, fundamenta sobre el mismo una idea de patria, establece referentes de identidad, potencia el orgullo de pertenencia a la nación, refuerza su unión, aprieta la solidaridad entre sus miembros, y cimienta el sentido de la convivencia. La que hace vibrar ante los momentos gloriosos y los símbolos comunes. La que insiste en lo que identifica y une, y no en lo que disgrega y separa. La que, como en las familias, establece fuertes lazos de integración, solidaridad y orgullo de pertenencia, y hace que la mancha de un desfalco cometido hace diez generaciones no sea razón para renegar de la estirpe, ni para continuar buscando imputaciones de responsabilidad cien años después.

Frente a ella, la memoria histórica mala es la que pretende dar la vuelta al pasado para reavivar sus peores momentos. La que presenta los hechos con criterio selectivo, tergiversa lo ocurrido, y pretende reescribirlo. La que arranca de premisas falsas. La que hurga en lo que separa en lugar de potenciar lo que une. La que se alimenta del rencor. La que ve a la sociedad dividida entre «nosotros y ellos». La que, como en los lugares más remotos de la geografía profunda, no olvida las afrentas centenarias ni descansa hasta lograr el desquite.

La que, por recurrir a un símil elemental pero expresivo, impide a los apasionados viscerales del equipo rojo olvidar que hace un siglo el equipo azul les ganó por goleada el partido decisivo arrebatándoles la Copa, y hace que cien años después sigan manteniendo la sangre encendida y el encono vivo contra la directiva, el entrenador, los jugadores, el árbitro, la federación, y hasta los masajistas del equipo vencedor, sin asumir una derrota que todavía no han podido encajar, y que les escuece en lo más hondo, pero que no hay quien borre.

La que hace imposible olvidar un acontecimiento adverso y asumirlo como algo del pasado, archivado ya por la historia. La que atribuye el fracaso no a que su equipo fue peor, sino a artimañas y trampas que les robaron el partido, ignorando el caos en que sus filas estaban inmersas cuando salieron a jugar, como consecuencia de la falta de autoridad y el desorden que los atenazaba desde que el club entró en competición tras eliminar, ellos sí, antirreglamentariamente, al equipo precedente. La que conserva vivos, pese al tiempo transcurrido, los resentimientos y el encono. La que un siglo después exige la revisión del resultado y pone en cuestión el reglamento y la actuación del árbitro, para demostrar que les robaron el partido y los vencedores fueron ellos. Los que pretenden que la realidad se vuelva del revés. Que se descalifique e imponga sanciones a quienes ganaron, y su victoria se convierta en derrota digna de cárcel. En definitiva, la que pretende cambiar la historia.

La que, y esto es lo peor, envenena el presente con la presentación manipulada del pasado, haciendo que los descendientes en quinta generación de los seguidores del equipo perdedor de hace un siglo, continúen viendo como enemigos irreconciliables con los que no hay nada en común, y de los que hay que vengarse, a los descendientes en quinta generación de los seguidores del equipo que hace un siglo los echó de la Liga.

Y la que, para mayor escarnio, pretende todo eso en nombre del espíritu deportivo, los principios olímpicos, y la concordia en la competición. Y además lo paga con dinero público.

Esa es la memoria histórica mala que tan perniciosa resulta para la salud de un pueblo. La que ya ha provocado varios peligrosos amagos de infarto a la sociedad española. La que si antes no se aplica el remedio de la sensatez, acabará en el colapso definitivo de la concordia entre los españoles.

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