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¿Cómo lo ve Dios?

Dios está de moda, aunque sea disparatadamente, como, por ejemplo, en las relativamente recientes declaraciones de Moratinos o en la exposición del Centro de la Villa de Madrid. Está de moda siempre, aunque sea para escupir en su rostro de Verbo encarnado o para negarlo sistemáticamente. También para buscarlo seriamente. Muy importante ha de ser el asunto si incluso los no partidarios le dedican tanta tinta o celuloide. A unos les estorba, a otros les compromete, algunos, quizá con buena voluntad —que ya es conceder—, piensan en la religión como causa de todas las catástrofes y la emprenden con ella en una auténtica guerra que desdice del aparente noble empeño de paz. Cierto que han existido guerras de religión, pero muy pocas en comparación con las restantes. También se olvidan las múltiples intervenciones de la Iglesia católica —y de otras— a favor de la paz amenazada. Por cierto, a nuestra guerra civil no se la llamó guerra de religión, pero se la persiguió implacablemente, tal vez como nunca en la historia: fueron mártires doce obispos y más de seis mil sacerdotes y religiosos en el espacio de unos meses, además de muchos seglares católicos. ¿Eran unos fanáticos al estilo de los que comenta el ministro de Exteriores?

Hago esta introducción para afirmar que Dios esta ahí; y que la existencia del Creador compromete a la criatura, para ser feliz, pero siendo honesta con su propia naturaleza. No es infrecuente oír frases de este estilo: es normal que se acueste con su novio porque se quieren; si un embrión humano puede curar, que se investigue con él aunque muera en el empeño (hay que decir que han muerto muchísimos y no han curado nada); yo pienso que no hay infierno; a mí me da igual ir a misa en domingo que otro día cualquiera; mi hermana vive con su novio y yo lo veo bien. Y muchas más. Sé que esto escuece y, cuando se intenta explicar, la respuesta es que la Iglesia está anclada en el pasado.

La Iglesia está anclada en el ser de las cosas, la Iglesia es Cristo en el tiempo (cardenal Ratzinger). Por eso, si desbaratamos la Iglesia, hacemos otro tanto con Cristo y, en consecuencia, con Dios, puesto que Cristo es Dios encarnado. Pero se pierde también la realidad, que es falseada. Unos lo intentan intelectualmente y otros con la facilonería en el vivir, que está dirigida, aunque se ignore, por esa manera de pensar. En definitiva, Dios compromete porque, si existe, las cosas son como Él las ve y no como las miran unos ojos más o menos turbios —quizá inculpablemente—, más o menos miopes —no les han dado los medios para ver—, más o menos interesados, y hasta tal vez desinteresados, sin olvidar que existe la conciencia invenciblemente errónea.

La fe es un don de Dios, que nos lleva a fiarnos de Él, no porque comprendamos totalmente lo que revela sobre Sí mismo y sobre el hombre. Creemos, por la autoridad divina, que no puede engañarse ni engañarnos. Sé también que hay gente a la que esta afirmación le parece propia de inmaduros o infantiloides, porque ven más lleno de madurez al que actúa con juicio propio. Y, en cierto sentido, es verdad, pero con un orden, porque no formamos un buen juicio sobre asunto alguno si no lo estudiamos en el nivel y forma adecuada, si no acudimos a expertos, etc. Lo verdaderamente inmaduro sería no hacer esto. Nadie, por ejemplo, se dispone a juzgar un programa informático si desconoce esta materia. Pues Dios es infinitamente más sabio que la informática y, como decía san Josemaría, un hombre sin Dios es un sin sentido.

Esta última frase no esta pronunciada para ofender: es la advertencia, llena de cariño, de que perdemos el norte cuando nos alejamos de Él y mucho más si soltamos totalmente las amarras. Sin el Creador, la criatura se diluye, afirmó hace años el entonces cardenal Wojtyla. Quizá somos tan autónomos de Dios porque olvidamos o ignoramos que las gentes y las cosas son como las ve Él, de modo que es más fácil, natural y razonable conocer el mundo con los ojos de Dios. Esos ojos están, en primer lugar, en la luz natural de la razón humana, que el hombre posee por haber sido creado a imagen de Dios. Naturalmente, esa razón se oscurece y perturba cuando los actos del hombre se alejan progresivamente del querer de su Hacedor. Pero Dios es amor y está dispuesto a que veamos con sus ojos bien revelando lo alcanzable por la razón, bien sanando esta, al deponer nuestra soberbia. Decía san Ireneo que «el Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre». De no ser así, la soberbia humana nos llevará a un mundo en el que lo normal es raro y lo raro se ve normal.