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Como los mártires, dispuestos a dar la vida por Cristo

Responder «en el momento adecuado, con referencia a los objetos adecuados, ante las personas adecuadas, con el objetivo adecuado y del modo adecuado, es lo que es apropiado y mejor, y esto es característico de la excelencia». Lo que afirma Aristóteles en la Ética a Nicómaco, es aplicable a la actitud que la Conferencia Episcopal Española asume, y que se expresa en su «Mensaje con motivo de la beatificación de 498 mártires del siglo XX en España». La próxima beatificación es una actuación excelente de la Iglesia católica, consciente y altamente responsable de que la tarea más difícil y elevada del hombre consiste en hacer de uno mismo «alguien en quien nada está perdido», en expresión de Henry James. Se trata de una afirmación sobre nuestra tarea ética, como personas que aspiran a vivir bien, y que no pueden hacerlo al margen de lo bueno y de lo incondicionado que es Dios.

La Iglesia no asume una actitud beligerante frente al secular odium fidei, ni desempolva la instigación contra los que matan. No constituye la beatificación de los mártires una provocación, un formidable desafío a la Ley de Memoria Histórica, tal y como aseveraba Juan Manuel de Prada en su artículo «la sangre de los mártires», publicado recientemente en ABC. En tal caso, el mensaje de la Iglesia estaría proyectando un peligroso reajuste de su naturaleza religiosa, moral y espiritual, a las limitaciones que ofrece la coyuntura política, un viraje intramundano y temporal, delicadamente adúltero, ayuno de trascendencia y de cualquier calado evangélico donde lo determinante es seguir a Cristo y estar dispuesto a perder la vida por Él. El mensaje de los obispos con motivo de la beatificación es de carácter revolucionario, de cambio urgente en las instituciones políticas en su intención de implantar en la sociedad un hombre desligado de Dios, sin raíces cristianas, a través de leyes sin mayor sensibilidad que la ideología partidista. El mensaje de los obispos, lejos de cualquier agitación colectiva, es una llamada de alerta ante el advenimiento de una nueva organización política y moral en la sociedad. Sin embargo, polarizar la beatificación al criterio de lo estrictamente político es una interpretación injusta y poco fiel al anuncio del evangelio que la Iglesia realiza. Más allá de una proposición teórica, capaz de hacer frente a la cerrilidad de unos políticos de categoría menor, la Iglesia católica no ofrece una idea, sino que es depositaria de una entrega, de un tesoro cuya centralidad y mensaje es la persona de Jesucristo. La Iglesia, lejos de trabajar para que haya un determinado Gobierno —como creen algunos—, presenta al mundo la civilización cristiana del amor que, como expresaba el sentimiento de Unamuno, parece necesario salvar en la situación europea actual.

Cuando los signos de los tiempos pretenden dejar exánime a la Iglesia y a la Religión católica; cuando la injusticia entreteje buena parte de las instituciones de nuestra sociedad, emerge la pleorexia del martirio, un vivir creciendo en expansión, no hacia un superhombre propuesto por Nietzsche, sino hacia Aquel de donde brota la bondad, la verdad y la belleza. La admiración y el amor que Paul Claudel manifestaba en un poema a los mártires de España que dieron su vida por la fe, nos sitúa en los términos exactos en los que debe cifrarse el martirio: un acto de fe y de amor que vence el mundo y trasciende las circunstancias trágicas que llevan a la muerte. El mártir manifiesta la gracia de Dios en la fragilidad humana; es un signo de amor, de perdón y de paz, profecía de un mundo nuevo futuro y sustancialmente presente, el signo más plausible de la Iglesia de Jesucristo. El mártir no es un poeta ni un pensador, ni siquiera un loco o un místico que sólo busca ponerse de acuerdo consigo mismo. El mártir, al beber el cáliz del Maestro y el Señor, se convierte, por su gracia, en un confesor de la fe. «Como los mártires, nuestros hermanos», también nosotros, estaremos dispuestos a dar la vida por Cristo.

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