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Santos y difuntos

Próximamente va a ser el día de recuerdos para cada uno de nosotros. Y lo haremos por dos motivos que son, en esencia, la misma cosa. Por un lado recordaremos a aquellos que subieron a los altares de la Iglesia porque se les reconoció lo hecho a lo largo de su vida y que consideramos intercesores, ante Dios, por nosotros. Con las oraciones que les dedicamos llenamos las copas de las que habla el Apocalipsis («copas de oro llenas de perfumes» dice en 5,8) y hacemos, por decirlo así, mejor nuestra vida.

También, el día después, 2 de noviembre, vendrá a nuestra memoria algo más personal. Los que nos dejaron (¡Quién no tiene a alguien!) se harán presentes para recordarnos que no nos han abandonado y que, en el purgatorio, demandan nuestras oraciones para limpiar sus pecados.

Por eso, se trata de la misma cosa: santos y difuntos. Cada cual en su nivel, cada cual donde les corresponde son, también, instrumentos de Dios para hacernos mejores hijos suyos.

A la hora de encarar el tema de la festividad de todos los santos, la de los santificados por Dios, esto puede hacerse bien analizando si la salvación, y la subsiguiente eternidad, se obtiene por obras o por fe o, al fin y al cabo, cómo podemos comportarnos para seguir ese camino que nos lleve a Dios. Escojo, en evitación de mayores polémicas, algo resueltas por el acuerdo contenido en la Declaración Conjunta sobre la doctrina de la Justificación, suscrita por la Federación Luterana Mundial y el Consejo Pontificio Para La Unidad De Los Cristianos, en 1999; escojo, digo, la segunda opción que, al fin y al cabo, puede resultar más productiva de cara a ofrecer, al menos, unas pautas de comportamiento.

Todos los que somos conscientes de la filiación divina que nos contempla y adorna nos sentimos marcados, sino en la frente sí en el corazón, con una señal, a modo de sello del que habla el capítulo 7 del Apocalipsis.

Sin embargo, a pesar de lo que dice Juan, en su primera epístola, es decir, a pesar de que ya somos hijos de Dios (gracias a Jesucristo reafirmado esto) y aunque aún no seamos capaces, ni podemos, entender ni ver lo que esto significa, sí que están dadas unas pautas de comportamiento, unos quehaceres a los que debemos hacer frente, encarar puedo decir, pero que ese ser hijos de Dios pueda apreciarse ya, para que los que sean nuestros próximos, vean que, efectivamente, lo somos.

El Salmo 23, siendo aplicable no sólo al tiempo y época en la que se escribió y fijó por escrito sino a ahora mismo, a siempre, pregunta, nos inquiere, sobre qué hay que hacer para subir (aquí metafóricamente) a la «Montaña del Señor» (entendamos, por esto, al mismo Reino de Dios) Ya tenemos, aquí, aquellas pautas a las que he hecho referencia. Hay que tener las manos limpias y puro el corazón, además de no rendirse a los ídolos (no sólo semireligiosos, claro) ni jurar en falso. Todo un programa de limpieza del alma. No robar, ni desear bienes ajenos, no calumniar ni ofender (aquí de palabra que sale infectada del corazón) no fijar su atención de respeto ni adoración en aquello que resulte ajeno a Dios ni someterse, por tanto, al control de esos ídolos (dinero, ambición, etc) que tanto daño hace al hombre como hijo de Dios que ha de respetar más a su Padre Creador que a eso que tanto pervierte, al fin y al cabo, su corazón (el del hombre).

Sabemos que la salvación sólo puede venir de Dios y del Cordero (Jesús) porque con su sangre o, mejor dicho, en su sangre, limpiamos nuestros pecados, en ella nos ganamos esa salvación eterna.

Resulta, creo yo, importante, hacer un alto para ver esto. El versículo 14 del capítulo 7 del Apocalipsis dice que los que venían de la tribulación habían blanqueado sus vestiduras «en» su sangre (en la del Cordero). No dice que los han blanqueado «con» su sangre. Eso, que parece ser, sólo, una cuestión de puro lenguaje, o de traducción, incluso, es, por eso mismo, muy significativo. Al decir «en» su sangre, debe de querer decir que las vestiduras han pasado por la sangre; es decir, que se han hecho Cristo y, así, han quedado limpias. Si hubiera dicho «con» la sangre podríamos haber entendido que se sirvieron de ella pero como si Jesús se limitara a darla pero no a prestar nada más. Sería como una disociación entre el Cuerpo de Cristo y los beneficiados por su sacrificio de Cordero. Sin embargo, ese «en» nos señala que pasaron a formar parte del cuerpo de Cristo. Como pueda ser esto, yo no soy capaz de entenderlo ni creo que eso sea importante ahora, pero, por otra parte, sí creo que esto se produce así, porque tengo fe. El caso es que esa incorporación al Reino de Dios a través de esa singular purificación en la sangre del Cordero nos debería decir mucho sobre nuestro comportamiento en relación al ejemplo del Mesías, de cómo debería ser.

Volviendo al cómo se ha de actuar para conseguir esa santidad, sería mejor bajar un poco a la tierra para ver cómo debemos de actuar para conseguir la santificación, es decir, tratar de ser justos y ejemplares. Para esto, nada mejor que las Bienaventuranzas, verdadero programa de gobierno de, para, la vida eterna, aquí.

Decir algo nuevo sobre este discurso de Jesús, aunque fuera pronunciado en momentos diferentes, no viene al caso. Tan sólo haciendo referencia a lo fundamental se puede entender qué es lo necesario para alcanzar esa santificacion: alma de pobres (tener), afligidos (sentirse), pacientes (ser), tener hambre y sed de justicia (de Dios), ser insultados y perseguidos por causa de Cristo.

Todo esto, lo dicho antes, es el instrumento, la herramienta para tener «una gran recompensa en el cielo». Pero para eso hemos de ser aquí, creo yo, mártires, es decir, testigos, porque programa tenemos para esto.

Pero también esperan de nosotros los que han dejado la vida terrena para formar parte del definitivo Reino de Dios. Esas personas, queridas o desconocidas por nosotros, esperan de nuestra voluntad las oraciones que cubran, si eso es posible a la vista de la misericordia de Dios, los errores que cometieron en su pasar por este valle de lágrimas.

Por eso se nos reclama, desde la estela que dejaron en nuestro devenir, tan lleno de recuerdos de su paso, la ternura de unos avemarías, de unos padrenuestros, de unos credos...de tantas formas de pedir, a Dios Padre y de agradecer, que, a ser posible, les libere de la prisión que su, nuestro, vivir, les procuró. Quizá sea una forma de hacernos perdonar, a nosotros mismos, los males que causamos al alma del Creador por menospreciar la ayuda y el Amor que nos ofrece y que, a veces, no aceptamos; quizá sea como una excusa para podar las ramas podridas que nos salen del corazón, cual viña enferma, cuando no perdonamos a tiempo o acusamos a destiempo; quizá sea una buena razón para reafirmar nuestra Fe y no dejar, ni un momento más, abandonada la creencia que nos sostiene en el cajón de la conveniencia o de lo políticamente correcto.

Es ahora, precisamente ahora, cuando las vergüenzas que nos adornan se quedan al aire, cuando los que ya ven a Dios y los que esperan verlo nos suplican, con esos gemidos inefables de los que Pablo habla en su Epístola a los Romanos (8, 26), que no seamos duros de corazón sino de corazón blando, suave, amoroso, tierno, luz de Dios.

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