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Sintaxis

Los antiguos griegos creían en la sintaxis. Etimológicamente significa «con-orden», y para aquellos el orden era un integrante obligado de la belleza. Pregunten, sin embargo, por la sintaxis a un estudiante de nuestro bachillerato y quizás perciban una exudación fría en las sienes. Es esa presencia vagarosa que acecha por los pasillos del currículo escolar, como Lord Voldemort por el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería; es esa quinceañera fatal de nombre griego que ningún adolescente invitaría a su fiesta de cumpleaños.

De esta situación tenemos algo de culpa los docentes, aunque la cosa apunta a una raíz sistemática que ya va siendo multisecular: de una certera pedrada, la modernidad descabalgó a la belleza de la educación, porque la razón había de estar a lo que había de estar, y todo lo demás era sentimentalismo y vaguedad. La sintaxis no podría ser otra cosa que un repertorio de reglas para meter el lenguaje —y por lo tanto la realidad humana— en vereda. Pero así se deslegitimaba en bloque lo que la educación en el mundo antiguo, medieval y renacentista pudiera legar como más precioso a las siguientes generaciones: ese reclamo insustituible de lo bello, que igual brilla en una idea de organización social, una elegía o en el libro viviente de la Creación.

Hoy, hablar de belleza a 30 chicos y/o chicas en el melting pot del aula no se aleja mucho de un ejercicio de gladiadores. Con todo, los docentes no deberíamos contentarnos con mantener a los alumnos a raya disparando desde el bunker de las proposiciones subordinadas -o el castra-castrorum de los ablativos absolutos-, hasta que suene la corneta del Séptimo de Ciudadanía y seamos redimidos todos en no sé qué limbo de tolerancia y buen rollito. Sin el orden de la belleza no hay educación.

La belleza es difícil, ya lo decía Platón. La fealdad, sin embargo, muy fácil: es fácil sumarse —la pura pasividad basta- a la feolencia de ese aquelarre democrático de la quema de personas en fotografías o de ahorcamientos en muñecos en centros de educación superior -¿estará a punto de entrar el woodoo, como prácticas de Derecho a la expresión, en el currículo bachilleril o en la troncalidad a la boloñesa?-. Si cae la sintaxis -el sentido del orden, el asombro ante la arquitectura de la expresión del espíritu y su creatividad combinatoria-, cae el castellano, el valenciano, el inglés, el griego y el latín; nos quedan unas asignaturas líquidas y delicuescentes, bobaliconas y soporíferas como el final del botellón en el parque de enfrente del instituto. Pero no solo unas asignaturas. Nietzsche, tan presente en la trastienda de tanta innovación pedagógica y social como nos aflige, lo tenía muy claro: «Me temo que no nos hemos desembarazado de Dios, pues seguimos creyendo en la gramática». A cierta aridez congénita de la sintaxis, se le suma una desconfianza radical: la compulsividad del joystick y el ratón hacen sospechoso el sereno ejercicio del razonamiento, sospechoso de fascismo, de autoridad, de origen. Se intuye que, abatida la bestia sintáctica, se habrán conjurado definitivamente los traumas, el padre, la hora de llegar a casa, el heliocentrismo, la divinidad, el aparato reproductor y hasta la mismísima Selectividad.

Sin embargo, en la lógica subyacente a nuestra gramática se funda el milagroso drama humano, porque allí está la innegable presencia del otro, y la perpetua posibilidad del Otro: allí hay personas, lo uno y lo múltiple, maneras de encarar el pasado, futuros imperfectos y futuros perfectos, acciones y pasiones, imperativos, condiciones, posibilidades, deseos, y todo ese mundo de relaciones y funciones que es la sintaxis, y que caracteriza a lo humano. Abrir la boca y enunciar algo es una apuesta inequívoca por la realidad sólida de un oyente y de la comunicación. Hacerlo con voluntad de no engañar es la afirmación implícita de Alguien que justifique que decir la verdad tiene algún sentido vinculado a algo más allá de la muerte, cuando no mentir conlleve la posibilidad de morir.

La sintaxis es la bandera de la bella y frágil libertad humana; una bandera que a menudo se nos hace pesada a los profesores, pero que no podemos dejar de enarbolar.

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