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Semillas de cristianos

Fue Tertuliano el que dijera aquello de que «la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos» y eso mismo, dicho ahora, en estos primeros años del siglo XXI, nos ofrece una oportunidad para reconocer, en la ceremonia con la que se beatificó a 498 cristianos católicos perseguidos en el siglo pasado en una nación de Europa, una nueva luz. No ha quedado todo en ese momento histórico en el que se descorría el velo que dejaba ver el cartel que, con el logotipo de beatificación de esos hijos de Dios, marcaba un momento importante a recordar. Al contrario, desde ese mismo instante se plantó, en el orbe, la semilla de la Fe que, regada con el agua viva que trajo Cristo y alimentó a la Samaritana, ha de ser, para la eternidad, un regalo del Amor del Padre.

Las crónicas que, a resultas de la beatificación, fueron llegando a España nos muestran (o mostraron, para ser más exacto) que el ambiente era de una comprensible emoción, de un sentimiento a flor de piel y de la sensación, exacta, de encontrarse en un momento muy importante de la historia de la Iglesia, de la de hoy pero, también, de la siempre; de la que nos llega de aquellos primeros cristianos martirizados en las diversas épocas de persecución, hasta la que nos ha traído, hasta el 28 de octubre de 2007, el recuerdo de la perenne solicitud de perdón de los que van a morir por Cristo y en Cristo.

¿Qué queda, pues, de todo eso?

Benedicto XVI, cuando salió, para el rezo del Ángelus, a aquella ventana y se dirigió a los presentes (50.000 personas llegadas a Roma para tal evento) vino a decirnos qué es lo que debemos hacer a partir de ahora.

Y dijo lo siguiente:

En primer lugar, «Damos gracias a Dios por el gran don de estos testigos heroicos de la fe que, movidos exclusivamente por su amor a Cristo, pagaron con su sangre su fidelidad a El y a la Iglesia»

Es ahí precisamente, en el amor a Cristo, donde debemos fijarnos para actuar en consecuencia con el mismo y con el que, es de suponer, nosotros, los hermanos de Jesús e hijos de Dios, estamos de acuerdo. Lo que se planta ese día de júbilo y gozo no es, sino el mismo sentimiento de fraternidad que nos hace, a todos, una misma cosa, piedras de la Iglesia de la que dio las llaves a Pedro en aquellos días esperanzados de Israel cuando el Mesías había venido y muchos no lo vieron.

Por eso, la fidelidad que demostraron los mártires que subieron a los altares el último domingo de octubre nos muestran un camino por el que seguir: la fidelidad. Ser fiel a la Palabra de Dios, sin duda, ha de dar fruto. Esa semilla, pues, que se enterró para que, muriendo como tal, diera vida, ha de encontrar seno en nuestro corazón porque así mostraremos el cumplimiento de ese valor cristiano que tanto significó para Cristo.

Una segunda intervención del Santo Padre fue para decir que «Al mismo tiempo, con sus palabras y gestos de perdón hacia sus perseguidores, nos impulsan a trabajar incansablemente por la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica».

A pesar de lo que pudiera, o se haya, o se diga, sobre el contenido intrínseco de la beatificación, lo bien cierto es que muy bien define Benedicto XVI el sentido mismo de aquella. No es otra cosa que ha de prender en nosotros, allí de donde salen las obras, la comprensión, el entendimiento, la asimilación, el llevar a la práctica, aquello que definió, por la obra hecha, a aquellas personas de las que hacemos memoria el día 6 de noviembre, a partir de este año 2007.

No otra cosa es que «el perdón, la misericordia, la reconciliación y la convivencia pacífica», que fueron los valores, llevados a su hoy de entonces, han de ser traídos al presente. Si bien puede que no resulte, siempre esto posible porque los ataques contra la misma Iglesia y el mismo Cristo pueden resultar tenebrosos, se ha de hacer lo posible para que esos trazos de personalidad que caracterizaron a las 498 personas subidas a los altares lleguen a nosotros y, a ser posible, se adueñen de nuestras vidas.

Perdonar a aquellos que ofenden a la religión católica, que ofenden a Cristo, que ofenden al Santo Padre, que ofenden a la Esposa de Cristo y que, al fin, ofenden a los mismos cristianos ha de ser meta a alcanzar. Difícil, sí pero, como ocurrió en el caso de que tratamos, posible.

Ser misericordioso, compadecerse, incluso, de los que te hacen daño...y buscar, así, la reconciliación y eso que se da en llamar convivencia en paz. Esos valores, llevados a nuestro cotidiano vivir seguramente darán fundamento a una existencia, al menos por nuestra parte, más llevadera. Recordar, ahora, que, como dijo Jesús, «mi yugo es suave y mi carga es ligera» (Mt 11,30) quizá pueda ayudarnos a hacer eso que, a veces, resulta tan dificultoso de hacer pero tan de obligado cumplimiento para los que sabemos que somos hijos de Dios porque como bien dice Juan en su Primera Epístola «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3,1)

Eso es lo que se reclama de nosotros.

Y para terminar, dijo que «Os invito de corazón a fortalecer cada día más la comunión eclesial, a ser testigos fieles del Evangelio en el mundo, sintiendo la dicha de ser miembros vivos de la Iglesia, verdadera esposa de Cristo».

¿Qué es lo que nos quiere decir, aquí, el Papa?

Sin duda que la semilla plantada en la Plaza de San Pedro nos ha de hacer más seguros en nuestra Fe; nos ha de hacer más fuertes en ella: nos ha de hacer miembros de la Iglesia en la seguridad del bien que, para nosotros, supone esa realidad espiritual. Pero no sólo eso, también nos invita, nos invitaban los mártires desde el cielo, a ser eso, «testigos del Evangelio en el mundo».

Y ser testigo es, como sabemos, dar testimonio, cada cual dentro de nuestro propio ambiente y con nuestras propias posibilidades (distintas las de unos de las de otros pero igualmente válidas), con nuestros actos y palabras, con nuestro proceder y acción.

Pero lo que, sobre todo, es más importante de esto dicho es que hemos de sentirnos dichosos de sabernos «miembros de la Iglesia». Y ese sentimiento, llevado a la realidad de nuestras vidas, nos ha de hacer pilares que sostengan a la Esposa de Cristo, columnas como son los mártires (los primeros y los últimos y los que, a lo largo de la historia han sido) que den forma de obra de arte a la creación de Dios.

Es ahí, y de esa forma, como podemos llegar a ser esos frutos que, de las semillas plantadas el día de la beatificación, puedan agradar a Dios, Creador nuestro y, también, de aquellos que supieron, en un momento trágico de la vida de España, dar su vida con la gallardía propia de un santo y con el Amor propio de un hijo de Dios.

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