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¿De una nueva ética hacia un nuevo orden mundial?

A veces lo damos por supuesto, pero si nos detuviésemos a reflexionar cada vez que observamos un avión en el cielo nos percataríamos que si vuela es por algo y que no va a pasarse todo el tiempo en medio de las nubes. O lo que es lo mismo, que si vuela es porque despegó de un lugar, porque tiene gasolina, porque alguien lo maneja por una ruta marcada y porque se dirige hacia un destino.

Algo parecido sucede cuando nos topamos con titulares de prensa que nos hablan de la igualdad entre los gorilas y los hombres, de los derechos de la naturaleza, de la conveniencia de la eutanasia, del derecho al aborto, de la tolerancia hacia todas las manifestaciones culturales y religiosas, de la relatividad de la verdad, etc. Los congresos, conferencias, programas de televisión y publicaciones que promueven ideas afines están a la orden del día. Cada vez es más frecuente encontrarnos con personas que defienden todo esto aun sin saber qué implica. Sí, vivimos viendo aviones y no nos detenemos a considerar de dónde salieron, qué ruta siguen y hacia dónde van.

Cuando finalizaron los grandes conflictos bélicos mundiales del siglo pasado (1ª y 2ª guerra mundial y la guerra fría), el mundo estaba ansioso de un cambio: pasar de un caos producido por el odio, la guerra y la muerte a uno de fraternidad, vida y paz. Los beneficios económicos de la globalización empezaban a ensanchar algunas carteras así que aprovechándose de la buena disposición, algunos grupos vieron la posibilidad de instaurar un nuevo orden mundial donde todo girara en torno a sus intereses aunque haciendo ver todas las «mejoras» como aparentes beneficios para la humanidad. Había que empezar por algún lado así que el plan de partida fue construir una nueva ética mundial, en relación con las normas y los valores, que fomentase una nueva visión del mundo que a ellos les favoreciesen. Infiltrados en la Organización de las Naciones Unidas (ONU) comenzaron a promover su ideología organizando una serie de conferencias de carácter planetario donde se abordaban puntos neurálgicos que les ayudasen a producir ese cambio: la educación (Jomtien, 1990), la infancia (Nueva York, 1990), el medio ambiente (Río de Janeiro, 1992), los derechos humanos (Viena, 1993), la población (El Cairo, 1994), el desarrollo social (Copenhagen, 1995), la mujer (Beijing, 1995), el hábitat (Estambul, 1996) y la seguridad alimenticia (Roma, 1996).

Si bien toda esa serie de conferencias no logró de una vez su cometido, sí sembró la semilla necesaria para hacer surgir crédulos adeptos y ver nacer nuevas organizaciones focalizadas en la lucha por la implantación y aplicación de la nueva ideología. Sabían de dónde partir (imponer una nueva ética mundial) y a dónde querían llegar (a un nuevo orden mundial), pero el medio, las conferencias, no les había dado los frutos esperados, así que el paso más importante fue encontrar otra hoja ruta, otro instrumento.

La carta de la tierra es el vehículo utilizado para cumplir el fin que pretenden. En ella se agrupan todos los temas abordados durante las conferencias auspiciadas por la ONU, de 1990 a 1996, bajo tres puntos neurálgicos: nuevos derechos humanos, desarrollo sustentable y conservación del medio ambiente.

Uno de los puntos a favor que se han ganado los promotores del nuevo orden mundial es la confusión generada y la aceptación pasiva de gran parte de la humanidad. ¿Qué hay de malo en que se declaren nuevos derechos para el hombre? En todo caso sería más un beneficio con el cual nos veríamos favorecidos. ¿Qué inconvenientes hay en qué respetemos y promovamos las manifestaciones culturales y religiosas diversas a la nuestra? Sería intolerancia no respetarlas e imponerles nuestra verdad. ¿Qué problemas hay en la defensa de la naturaleza, en la equiparación de derechos respecto a los simios? En definitiva —piensan algunos— «aunque todo eso fuera malo, si a mí no me perjudica, pues me da lo mismo».

Utilizando un lenguaje ambiguo y sustituyendo unas palabras por otras se ha conseguido el desconcierto. Procedamos por puntos. Cuando en 1948 se aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos se hacía sobre una base natural: la libertad del hombre y su dignidad inalienable. Esa declaración no era resultado de un consenso sino el fruto del reconocimiento (los derechos naturales no se fabrican, se reconocen y declaran). Cuando se habla de «nuevos derechos» en realidad se está haciendo referencia a más concesiones sin fundamento amparándose en presupuestos subjetivos y conveniencias arbitrarias. Entre esos «nuevos derechos» que se buscan están, por ejemplo, los así llamados reproductivos que no son otra cosa que permisos para matar abortando. ¿Pues no que todos los seres humanos eran iguales? ¿No que se estaba buscando un mundo de paz donde se proteja al más débil y de derechos para todos? ¿Que el ser humano, diminuto e indefenso, que se esconde en el seno femenino no tiene los mismos derechos que cualquier otro hombre? ¿Existe algún derecho a matar?

Respecto a las cultura es innegable reconocer los valores universales que muchas de ellas poseen (la amistad, la honestidad, el respeto a la autoridad, la constancia, etc.). Todas las culturas merecen respeto por la semilla de verdad que llevan. Sin embargo, no queda dicho que todas las manifestaciones propias sean dignas de él y mucho menos que debamos promoverlas y tolerarlas. ¿Estaría dispuesto a que se coman a su madre sólo porque en la cultura de los caníbales eso está bien visto? ¿Permitiría que apedrearan a su hija porque tuvo una relación fuera del matrimonio sólo porque esa es una manifestación de la cultura islámica? ¿Haría estallar a su esposa sólo porque en la cultura «X» inmolarse es una muestra de fe? ¿Está bien que maten a las niñas sólo porque en tal cultura prepondera el patriarcado o se pueden tener sólo cierto número de hijos? Las culturas no son iguales. Unas son más perfectas y otras son perfeccionables; unas son ricas y otras pueden enriquecerse. No es imponer el proponer la verdad a quienes aún no la conocen en plenitud. Al contrario, es un rasgo de solidaridad e interés por el hombre.

¿Y la defensa de la naturaleza? ¿No es de por sí buena? Ciertamente. Los hombres debemos un respeto a la integridad de la creación pues el dominio del hombre sobre los seres inanimados y los seres vivos no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo comprendidas las generaciones venideras. No obstante, los animales, las plantas y los seres inanimados están naturalmente destinados al bien común de la humanidad pasada, presente y futura, de ahí que sea legítimo servirse de ellos para el alimento y la confección de vestidos. Se puede amar a los animales pero no se puede desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos. Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales y gastar sin necesidad sus vidas. Pero es igualmente indigno invertir en ellos sumas que deberían más bien remediar la miseria de los hombres. Es lícito domesticarlos para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en ellos son prácticas moralmente aceptables si se mantienen dentro de límites razonables y contribuyen a curar o salvar vidas humanas. El uso de los recursos minerales, vegetales y animales del universo no puede ser separado del respeto a las exigencias morales.

Cuando los propulsores del nuevo orden mundial hablan de respeto a la naturaleza quieren significar algo muy distinto a lo que en el párrafo anterior hemos expuesto. Con la carta de la tierra pretenden eliminar toda diferencia y valor ontológico entre la persona humana y la vida animal, vegetal y mineral. De esta manera valdría lo mismo la existencia de un ser humano que la de cualquier bestia; al «ser» iguales plantas y hombres, bien podría expropiarse la casa de los indígenas en pro de la conservación de tal espécimen vegetal. En el fondo, en el fondo se trata de reservar el mundo para que lo exploten sólo unos pocos; quiénes, aquellos que están difundiendo esta manera de pensar. Caben algunos interrogantes: ¿realmente vale lo mismo un ser racional, capaz de expresar afectos, sentimientos y emociones, que un animal o una planta sin inteligencia? ¿Es justo que mientras millones de seres humanos mueren de hambre cada año se prodigue de bienes y atenciones a animales a los que se podría atender correctamente con menos recursos y según su estatuto animal? Llama la atención que mientras hay quienes defiendan a capa y espada a los orangutanes y osos pandas, pocos se preocupen por aliviar las miserias de los que padecen hambre. Tampoco es que se trate ayudar a unos y dejar a los otros, no. Es un jerarquizar la ayuda dada y procurársela a ambos.

Aunque podríamos abundar más, con lo hasta aquí mencionado podemos formarnos una idea de las consecuencias negativas que ya se empiezan a constatar (y eso que aún el nuevo orden no está establecido). Esas consecuencias son especialmente visibles en áreas importantes para la moralidad de las personas y de las sociedades como la educación y la sanidad. ¿Expresiones concretas? Cambio en los contenidos de los planes educativos y en los libros de texto (adoctrinando en nuevas formas de «familia», hablando de género o rol en lugar de personas sexuadas, fomentando la promiscuidad), nuevos métodos en las tomas de decisiones políticas en los parlamentos, cámaras de diputados o senadores, donde ya no importa la verdad sino qué vota la mayoría; nuevas escalas de valores donde cada uno es la medida de sí mismo (relativismo moral), programas de salud que promueven la eutanasia, el aborto y el uso de anticonceptivos (e incluso los prescriben), campañas de esterilización sin conocimiento y consentimiento de las personas, reveses lingüísticos (progenitores en lugar de padres, de Verdad a mi verdad, de matrimonio a parejas de hecho...), etc.

Ante todo esto, ¿qué debemos hacer? La clave es la educación y la participación activa en la toma de decisiones. Aquí no hay lugar para la indiferencia pues de alguna u otra manera el hombre es el perjudicado. Debemos saber a quién elegimos para que nos gobierne, conocer su plan de gobierno, su ideología, lo que defenderá y promoverá; estudiar su trayectoria, con quién se ha relacionado, qué le mueve a servir y si es servir lo que realmente quiere. Hay que elegir bien el lugar donde se educa a la infancia pues lo que se le enseñe hoy será lo que vivirá el día de mañana. Hay que saber hablar con ella y formarnos para hacerlo con altura y competencia. Darle a conocer la verdad, que hay un punto de referencia y que en torno a él gira todo. Ayudarle a discernir entre el bien y el mal, a ser crítico con la información que recibe y serlo nosotros también. Crecer en la apreciación de los valores tradicionales que nos heredaron nuestros antepasados y estar abiertos al diálogo con nuestros mayores. Aprender, en definitiva, que todo avión en vuelo salió de un lugar, sigue un rumbo y se dirige hacia un destino... Y no perderlo de vista ni acostumbrarnos a verlos pasar.

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