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¿La filosofía atesora la sabiduría?
Es frecuente encontrar personas que cuando piensan en la sabiduría o en un sabio guarden cierta distancia respetuosa, actitud donde se manifiesta el convencimiento de que aquello sólo lo alcanzan algunos privilegiados, es excepcional y, por lo tanto, inalcanzable para la mayoría.
Pero, en la antigüedad, en todas las culturas, encontramos al grupo de los sabios, generalmente personas experimentadas, notables por sus acciones en la conducción de los pueblos o por los aciertos en los incipientes terrenos de la ciencia: astronomía, medicina, física... A ellos se les pedía consejo y muchas veces se les daba el mando de las ciudades.
Eran personas profundas, abiertas a todo tipo de preguntas sobre cuestiones incisivas de la vida, del mundo y de Dios. Cuando sistematizan sus hallazgos surge la filosofía: amor a la sabiduría. Pues, el vocablo filios, filia quiere decir amor; sofía: sabiduría.
Por otro lado, la historia del pensamiento nos muestra cierto desprecio por la filosofía en la edad contemporánea, y se la contrapone a las ciencias experimentales. De alguna manera esto es lógico pues prevalece el sentido práctico donde se busca resolver de manera inmediata los problemas para vivir mejor. Esto ha anestesiado el afán de conocer los qués y los por qués, ahora se busca solamente los cómos. Al filósofo, cuyo quehacer es indagar la naturaleza de las cosas y la razón de ellas, se le considera un soñador, incapaz de afrontar las demandas de la vida cotidiana, ocupado en unas teorías irreconciliables con el quehacer inmediato para subsistir.
No está mal buscar los cómos, pero sin separarlos de los qués. Cuando se separan el ser humano se robotiza, aprende a hacer sin preguntarse porqué y para qué lo hace. Poco a poco pierde el sentido de la vida, el sentido del trabajo, el sentido de la vida en común. Pierde el hábito de reflexionar, su afán es el de acertar, acumular logros sin sentido. En éstas condiciones, es fácil encontrar triunfadores que ignoran a dónde van, están llenos de un vacío existencial.
¿Podremos recuperar en el incipiente siglo XXI esa serenidad interior para pensar en los temas de siempre?: ¿quién es el ser humano?, ¿por qué existen los demás?, ¿hacia dónde nos encaminamos?, ¿nosotros nos dimos la vida o Alguien nos la dio?, ¿ese Ser Supremo al diseñar la vida diseñó un camino para mantener comunicación con Él? Estas y muchas otras preguntas que nuestra curiosidad pueda plantear demandan respuestas. Del modo de resolverlas depende nuestra auténtica felicidad. Si alcanzamos la verdad seremos felices.
Negarnos la posibilidad de ser sabios es tener un concepto del ser humano infrahumano. Es desconocer los alcances de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad. Es admitir una acepción de personas donde curiosamente nos descalificamos. Automáticamente admitimos la imposibilidad de conocer, de entender, de explicar, de elegir con acierto, de aconsejar, de rectificar, de compartir, de valorar, de amar con fundamento...
Hace falta reconocer que todos tenemos una tendencia natural a saber y, por ello, una inclinación natural a la filosofía. No todos la adoptarán como profesión, pero, todos admitiremos la necesidad de escuchar al auténtico filósofo, al auténtico sabio. Porque, desgraciadamente también hay pseudos filósofos.
No es sabio quien inventa la realidad sino quien la descubre y aprende de ella. El primero es un pseudo filósofo, el segundo es filósofo.
Desde el punto de vista de la teología, la definición de sabiduría se encuentra en el versículo 26 del capítulo 7 del libro de la Sabiduría y dice: es el resplandor de la luz eterna, el espejo de la actividad de Dios, quien ha hecho cuanto existe. Desde la filosofía vinculada a la teología, la definición comprende dos aspectos: el conocimiento de lo sobrenatural que el ser humano alcanza con la ayuda de la fe, y el conocimiento de lo natural gracias al esfuerzo de la inteligencia para profundizar en la esencia de las cosas.
La sabiduría es una disposición constante para encontrar las razones básicas, y propicia el orden de esos conocimientos para alcanzar el destino último de cada quién. En Soliloquios, San Agustín la ubica en la disposición del alma para dialogar consigo misma; es la hermosura de una verdad siempre buscada; es cierta luz inefable en la inteligencia que merece ser amada por sí misma.
Santo Tomás de Aquino, en la Suma Teológica, aplica este concepto a la suprema ciencia humana: la Filosofía primera o Metafísica y a la ciencia sagrada o Teología. Ambas prueban sus principios. La sabiduría tiene por objeto las verdades absolutamente últimas, es una participación o incoación de la felicidad futura. Dirige el entendimiento y los afectos del ser humano al indicar lo que es excelente. El Aquinate distingue la sabiduría adquirida con el esfuerzo intelectual de la sabiduría donada por el Espíritu Santo, ésta es un regalo que sintoniza con la verdad de manera connatural.
¿Solamente es sabio quien tiene acceso al sistema escolarizado? No, es sabio quien conoce las cosas como son, quien es capaz de sobreponerse y hacer el esfuerzo por aprender de los maestros, de la vida o de la naturaleza. Quien no permite que los impulsos le cieguen y le impidan ver lo evidente. También es sabio quien elige el bien aunque sea arduo, un bien difusivo que se expande a los demás. Por eso, hay quienes han pasado muchos años de su vida en las aulas pero no han logrado sedimentar los conocimientos. Aunque tengan muchos títulos no son sabios. Hay otros con gran apertura y sensibilidad para escuchar a los demás, para detectar lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo, aprenden de la vida de relación aunque no hayan pasado mucho tiempo en las aulas.
La sana postura consiste en establecer vínculos entre las variadas profesiones, que se ocupan de una porción de la realidad, y la filosofía que ofrece una visión panorámica de toda ella. Este diálogo nos ubica en la parte que nos corresponde desde nuestra visión parcial y, a la vez, nos vincula con el todo.
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