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La propiedad privada

Es un tema delicado, éste de la propiedad privada.

Parto de esta afirmación: el principio de la propiedad privada tiene su raigambre en la naturaleza humana.

Para probar esta afirmación, apelo al testimonio de la historia de la humanidad.

En formas diversas, en diferentes marcos, pero de un modo fundamental, existían en formas diversas la propiedad privada en todos los pueblos, aun en los pueblos nómadas, en las tribus primitivas que vivían de pesca y de caza. Pues bien, si ha existido siempre, y por todas partes, es que brota de la naturaleza humana; y si brota de ésta, entonces no es posible abolirla, ¿no crees, querido joven?

La propiedad es legítima, como la libertad.

Te cuento esta anécdota para que te rías un poco conmigo, y así pruebo esto que te digo. Dos ladrones riñeron. Dice uno de ellos:

  • Yo soy el dueño de este reloj de oro.
  • ¿Qué vas a serlo tú? -le replica el otro.
  • Sí, lo soy; porque fui yo quien lo robé, y no tú.

Con esto se ve cómo es imposible borrar del pensar humano la idea del derecho de propiedad.

¿Qué pasaría si suprimiéramos este derecho de la propiedad privada?

La supresión de la propiedad privada, en primer lugar, conmovería la vida del individuo. El ensueño de adquirir propiedad es lo que suaviza y hace más llevadera la difícil labor de la vida diaria. Es lo que hace capaz al hombre, no sólo de atender a las necesidades del momento, sino también de proveerse para el porvenir, para los días de la vejez, y reunir fondos para la familia. Es lo que le impulsa constantemente a trabajar, es lo que le dota de virtudes. ¿Trabajarías tú con diligencia y constancia, si no ha de ser tuyo lo que ganes con tu esfuerzo y honestidad? ¿Cómo darás a los pobres, si nada tienes economizado? ¿Cómo practicarías la virtud de la templanza, si nada tienes en el banco?

Lo que el hombre ha tocado con su mano y moldeado con el trabajo de sus miembros, y regado con el sudor de su frente se trueca en propiedad suya.

Además, en segundo lugar, la supresión de la propiedad privada conmovería la vida familiar. ¡Cuántas cosas necesita una familia! Casa, muebles, vestidos, comida...; y todo esto han de procurarlo los padres. Ellos sienten la responsabilidad, y esta responsabilidad les acucia, los mueve al trabajo y a la economía doméstica. Y los hijos también sienten lo que deben a sus padres, y este sentimiento los educa para el respeto y la obediencia.

Se conmovería el amor de la familia y el respeto mutuo si, por suprimirse la propiedad privada, el Estado tuviera que cargar con el deber de educar a los hijos. El padre de familia quiere preocuparse, no sólo del presente, sino también del porvenir de la familia; quiere reunir un pequeño fondo, que después de su muerte pase a su familia. Con gran verdad alguien ha dicho que la herencia paterna es la mano que alarga el padre desde la tumba para ayudar al hijo y a toda la familia.

En tercer lugar, la propiedad privada es también la garantía del orden social y de la paz. Sin la propiedad privada no hay hogar en paz, y sin hogares no hay nación.

Finalmente, te diré que la supresión de la propiedad privada sería también un golpe para la civilización. El progreso de la ciencia cuesta dinero; hay que hacer sacrificios por el arte; cada paso que se da en bien de la cultura exige grandes dispendios. ¿Quién pensará en progreso, en cultura, si no tiene asegurado el pan de cada día?

Si es así, te pregunto, ¿por qué y qué necesidad había del séptimo y del décimo mandamiento de la Ley de Dios? Si el principio de la propiedad privada es una exigencia de la naturaleza humana y además la protegen leyes estatales, ¿por qué hubo de meterse Dios y obligar aun en conciencia al hombre? ¿No bastan los guardias y policías secretos, las multas y la reclusión...?

Ciertamente se necesita la ley humana para proteger la propiedad privada...pero no basta por sí sola. ¡Cuántas son hoy las leyes que la defienden! Y, sin embargo, ¡cómo surgen bandas de ladrones bien organizadas, con ramificaciones internacionales, con ensayos, con estatutos!

Hay muchos guardias...; pero no bastan para que haya uno en cada cuarto de oficina, en cada caja, en cada mesa de vendedor, en cada puesto de mercado. Por esto es necesario tener en el séptimo y décimo mandamiento, una ley que ata toda maldad, unos artículos que no tienen escapatoria, un guarda que no suelta la presa.

Es verdad todo lo que te he dicho. Pero en honor a la verdad, tengo que decirte que también la propiedad privada lleva anejos ciertos peligros y ciertas desventajas. Y sólo el Mandamiento de Dios puede frenar estos peligros y desventajas. Te enumero algunos.

La propiedad privada a veces puede ser causa de cierta desigualdad social; por ella hay ricos y pobres. ¿Es o no es cierto? Y la pobreza pesa siempre.

Es necesaria también la propiedad para librar a los ricos del egoísmo. El hombre no llega por sí mismo a descubrir esta verdad. Nacemos de suyo egoístas. La propiedad privada te da la oportunidad de ejercitarte en la generosidad con el necesitado. Cada uno de nosotros deberíamos decir: «Debo algo al prójimo». Debemos ayudarnos como hermanos.

Ya Jesús nos lo dijo en el evangelio: «Porque tuve hambre y me diste de comer; tuve sed y me diste de beber...» (Mateo 25, 35). Acuérdate lo que le pasó a ese rico epulón del evangelio por no compartir su propiedad privada con el pobre Lázaro. ¿A dónde fue a parar? Lo encuentras en el evangelio de san Lucas, capítulo 16, del versículo 19 al 31, como te había dicho anteriormente.

Así, pues, la propiedad privada tiene también sus deberes, además de sus derechos. Pues la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto[1]. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario. Tienes que ayudar a los necesitados.

Por eso podemos decir, citando al Papa Juan Pablo II: «El derecho a la propiedad privada está subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes» [2]. Lo que tú tienes de más le pertenece a ese pobre que se está muriendo de hambre y de frío. Comparte, por favor.

La propiedad, si no la compartes, te hace duro y cruel contigo mismo. ¡El poder tiránico del dinero! Infeliz en quien hace presa el dinero. Olvidará el honor, el alma, la palabra dada, la veracidad, el deber, la compasión, al amigo, a la familia, al pobre. Nadie puede servir a Dios y al dinero, nos dijo Jesús (cf. Lucas 16, 13). ¡Cuidado con que la fortuna no te haga cruel, sin entrañas para contigo mismo y para con los pobres!

Este principio de propiedad privada, sigue diciendo Juan Pablo II en la misma encíclica sobre el trabajo, se aparta radicalmente del colectivismo[3], proclamado por el marxismo; y del capitalismo[4], practicado por el liberalismo y por los sistemas políticos que se refieren a él.

No seas avaro. Comparte tu dinero y tendrás paz y harás un mundo mejor.

Y no te olvides: la propiedad privada tiene sus propios derechos, no hay que dudarlo. Pero también sus deberes. Así se balancea y se equilibra. ¡Qué bien pensado lo tiene Dios!

Te hago un breve resumen.

Si el hombre tiene el deber de conservar su vida, ha de tener derecho a procurarse los medios necesarios para ello. Estos medios se los procura con su trabajo. Luego el hombre tiene derecho a reservar para sí y para los suyos lo que ha ganado con su trabajo.

Este derecho del hombre exige en los demás el deber de respetar lo que a él le pertenece: esto se llama derecho de propiedad.

El derecho de propiedad, en sentido cristiano, no es la facultad de disponer de las riquezas según el libre antojo o capricho, atendiendo únicamente al propio placer o utilidad. Este concepto, que es el de la escuela liberal, está altamente reprobado por la moral católica; que, si bien reconoce por uno de sus principios fundamentales el respeto a la propiedad legítima, también cuenta entre sus terminantes enseñanzas la ley de la justicia social y la de que el rico debe ser, sobre la Tierra, la providencia del pobre.

Es cierto que la justa posesión de los bienes lleva consigo la obligación del uso justo de los mismos; pero aunque el abuso en el uso sea pecado, no anula la realidad del derecho. Y si los propietarios, faltando a su obligación, no hacen buen uso de su propiedad, corresponde al Estado —guardián del bien común— poner sanciones convenientes que pueden llegar, si las circunstancias lo requieren, a la expropiación y a la confiscación.

Ya se entiende que esta intervención del Estado no debe ser arbitraria, sino que siempre debe estar subordinada al bien común. La autoridad política tiene el derecho y el deber de regular en función del bien común el ejercicio legítimo del derecho de propiedad.

Los bienes de la Tierra fueron creados para que todos y cada uno de los hombres pudiesen satisfacer sus necesidades. Bien lo expresó Pío XII : «Dios, Supremo Proveedor de las cosas, no quiere que unos abunden en demasiadas riquezas mientras que otros vienen a dar en extrema necesidad, de manera que carezcan de lo necesario para los usos de la vida».

Hay que ayudar a los demás. Y esto se logra no sólo dando dinero, sino también creando puestos de trabajo, capacitando profesionalmente a los demás, ofreciendo oportunidades de educación, etc. Así podrán entrar todos en «el teatro del mundo» para disfrutar de los bienes que nos ha regalado el Creador. La comparación es de San Basilio.

Los animales están al servicio del hombre. Por eso es indigno invertir en ellos sumas que deberían remediar, más bien, las miserias de los hombres.

Así lo dijo el Papa Pablo VI en su encíclica "Populorum progresio", es decir, sobre el progreso de los pueblos, escrita el 26 de marzo de 1967, número 23.

En su encíclica "Laborem exercens", sobre el trabajo, número 14.

El colectivismo es contrario a la dignidad de la persona, pues "sacrifica los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción. Toda práctica que reduce a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro, esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo" (Catecismo de la Iglesia católica, número 2424).

También la Iglesia "ha rechazado en la práctica del capitalismo, el individualismo y la primacía absoluta de la ley del mercado sobre el trabajo humano. La regulación de la economía por la sola planificación centralizada pervierte en su base los vínculos sociales; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque existen numerosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado. Es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común" (Catecismo de la Iglesia católica, número 2425).

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