Autonomía y dignidad
Estos días, en los que se está hablando de las penas de cárcel por infringir determinadas normas de conducción, es frecuente participar en debates sobre la licitud o la conveniencia de estas penas. Qué duda cabe que suponen una limitación de la autonomía de las personas: no se puede conducir a la velocidad que a uno le podría apetecer, y tampoco se puede beber sin tener en cuenta que después se va a conducir.
Supuesta la eficacia de estas penas para reducir el número de accidentes, nadie puede pensar que la autoridad esté desautorizada para coartar de esta forma la autonomía de los ciudadanos. Como tampoco nadie se puede sentir herido en su dignidad por las limitaciones que se ponen al ejercicio de su libertad: está por medio la obligación de la sociedad de procurar la defensa de la vida de las personas.
Parece claro que no se debería confundir el concepto dignidad con el de autonomía, aunque ciertamente tengan proximidad. Hablar de dignidad de la persona significa reconocerle un valor de fin en sí misma que la convierte en no utilizable por nadie e invulnerable para todos. La dignidad, desde hace dos mil años, se ha reconocido en todo ser humano por el hecho de serlo. Es cierto que, en la segunda mitad del siglo veinte, esta identificación ha sido puesta en entredicho por algunos autores, pero todavía estamos a la espera de que haya un consenso sobre el criterio que debería sustituir al de ser de la especie humana.
La autonomía surge como exigencia de esa dignidad. De hecho, el Informe Belmont (1979), que es el origen de los cuatro principios —autonomía justicia, no maleficencia y beneficencia— que para muchos constituyen la biblia de la bioética, no habla propiamente de principio de autonomía, sino de respeto a las personas: «El respeto a las personas incorpora cuando menos dos convicciones éticas: primero, que los individuos deberán ser tratados como agentes autónomos y segundo, que las personas con autonomía disminuida tienen derecho a ser protegidas».
El tomar en cuenta la autonomía de la persona para tratarla con la dignidad adecuada, no implica aceptar como válida cualquier decisión que pudiera tener. Y no me refiero sólo a los ejemplos anteriores referidos al código de circulación. Nuestra sociedad ha aceptado como pilares básicos los derechos humanos. Por tanto debe proteger a los ciudadanos para que puedan ver respetadas sus actuaciones en el ámbito de estos derechos. Ahora bien, esta protección deberá extenderse también a proteger al individuo incluso frente a sí mismo cuando pretenda vulnerar sus propios derechos humanos. Por ejemplo, no deberá permitirse que una persona establezca un contrato por el que acepta convertirse en esclava de otra. Y algo similar se podría aplicar a las peticiones de eutanasia.
Por eso puede entenderse que la exigencia de tratar a las personas respetando su dignidad, podrá significar, en ocasiones, limitar sus decisiones aunque sean llevadas a cabo autónomamente.
Además, hay otro problema que surge cuando en la sociedad se hace hincapié en la autonomía sin ponerla en referencia a su fuente que es la dignidad de la persona. Es el que se refiere a los casos en los que el individuo tiene muy disminuida su autonomía, o incluso la ha perdido, porque se encuentra inconsciente o en coma. El peligro estriba en que puede parecer que ese individuo ya no tiene una vida digna, y fácilmente se le puede despojar de su valor como persona, es decir, de su dignidad.
Se confunde tener determinados niveles de salud, o de falta de salud —lo que habitualmente se expresa con los términos calidad de vida— con la dignidad de que se encuentra revestido el ser humano. En estos casos se habla más de las capacidades que tiene o de cómo puede desenvolverse, que de lo que es: una persona humana. Quizá convendría hablar más en términos de trato digno a las personas que tan sólo limitarse a no inmiscuirse en sus decisiones autónomas.
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