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Esperanza para mí y para los otros
En su segunda encíclica dice Benedicto XVI, en el diálogo del cristianismo con la edad moderna, que los cristianos hemos de aprender de nuevo lo que es y lo que no es la esperanza, para comprendernos a nosotros mismos a partir de nuestras propias raíces.
Por eso comienza evocando a los primeros cristianos. ¿Qué pasaba cuando se convertían? Habían conocido a Jesucristo, y eso, como a todos los que después han abrazado el cristianismo —como Josefina Bakhita—, les había liberado. Ahora sabían en qué consiste la vida verdadera, y por tanto llegaban a una nueva libertad. Su existencia se podía apoyar en la certeza de un futuro que ya comienza a entregarse ahora.
Así como la llave es garantía de alcanzar lo que hay tras la puerta, la fe, según la carta a los Hebreos, nos da ya la «sustancia» de la esperanza; es decir, la vida eterna. No un vivir ilimitadamente sin más, sino una vida en sentido pleno, en la plenitud del ser.
Ahora bien, se pregunta el Papa: ¿no es esto un puro individualismo, que se desentiende del mundo para refugiarse en una salvación eterna exclusivamente privada? Como si alguien, en su inconsciencia o egoísmo, atravesara «felizmente» una batalla con una rosa en la mano... La respuesta es clara: no, esa no es la salvación del Evangelio, esa no es la esperanza cristiana. La salvación cristiana sólo se da en la apertura a los demás, en la entrega a los otros.
Entonces, continúa preguntándose, ¿cómo se ha podido llegar a esa idea? Esta deformación ha tenido lugar en los tiempos modernos, que cambiaron la fe en Dios por la «fe» en el progreso y la confianza ilimitada en la razón. Marx y Lenin tradujeron esa esperanza terrena en revolución como camino seguro a una felicidad; pero se olvidaron de que el hombre no es sólo materia, es también libertad. Ya Kant había advertido del peligro de autodestrucción que vendría de una fe exclusivamente racional. Algo así han dicho otros pensadores más modernos, como Adorno.
¿Quiere esto decir que no hay que confiar en el progreso? El progreso humano no puede entenderse sólo como dominio de la naturaleza, sino también como avance en la ética y, por tanto, en la libertad. Y «la libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez». Por tanto, la ciencia no puede por sí sola salvar al hombre.
Y es que el hombre sólo puede ser salvado por el amor. Y el amor que salva y da sentido a la vida de cada hombre lo ha manifestado Jesucristo. Pero, ¿no es esto entender la salvación de modo individualista? No, observa porque «estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser para todos».
Por tanto, para los cristianos se impone no sólo la pregunta «¿Cómo puedo salvarme yo mismo?», sino también: «Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal». El ancla de la esperanza cristiana «es siempre esperanza para los demás».
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