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Vocaciones: aquí estamos
En el Seminario Conciliar de la Inmaculada y San Dámaso de Madrid se han celebrado, recientemente, las «Jornadas Nacionales de reflexión sobre Pastoral Vocacional en nuestras Diócesis». Se han llevado a cabo bajo el lema «Decid con la vida: aquí estoy» y han tratado temas como, por ejemplo, «La realidad de la situación vocacional en nuestras diócesis», «Las condiciones de vida en la Iglesia» y lo que es muy importante para que la vocación como respuesta se haga realidad: «La experiencia religiosa de oración, ejercicios espirituales, la oración personal, cuna y fuente, fundamentación de las vocaciones».
Como muy bien se ha dicho en el Mensaje final «hemos experimentado durante estos días de oración, reflexión y encuentro, la riqueza de nuestra Iglesia, viva y muy activa en sus miembros, y rica en sus distintos carismas especialmente por los llamados al ministerio sacerdotal y a vida consagrada».
De aquí que podamos decir que sentirse llamado, pues, dentro de la Iglesia de Cristo, en la que lo es católica, ha de tener mucha importancia para aquellas personas que, reconociendo la filiación que las conforma, sienten una especial predilección por no callar lo que sienten. Para eso se llama, para que sea oído el hecho mismo de los que, naturalmente, han de dar ese sí tan especial.
Cabe, no hay que olvidar esto, orar, también, por las vocaciones. «Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38) dijo Jesús cuando, conversando con sus discípulos, quiso hacerles partícipes de la necesidad de trabajar pero, también, de orar.
Sabemos que la vocación, dicha así, con claridad meridiana, es la «Inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión». Y si hablamos de la vocación diocesana, es decir, de la que pueda manifestarse en cada una de las diócesis en las que vivimos y en las que gozamos de la fe, es cierto que la recepción, en nuestros corazones, de la llamada de Dios a servir en su Iglesia, ha de ser una imperiosa necesidad.
Dice el documento final del Congreso Europeo sobre las Vocaciones al Sacerdocio y a la Vida Consagrada en Europa (de 1997) denominado «In verbo tuo» (y que bien podemos aplicar, también, a la vocación laical) que «No hay nada más a propósito que un testimonio apasionado de la propia vocación para hacerla atractiva. Nada es más lógico y coherente en una vocación que engendrar otras vocaciones» (Ivt 6)
Por lo tanto, resulta, de todo punto necesario, y obligado, que el propio hacer, el comportamiento vocacional sirva para dar luz a aquellas personas que, no reconociendo la fe o habiéndola olvidado por la razón que sea, han de ver, en aquel, la salida a su falta de esperanza.
Pero, además, dentro, cada cual, del ámbito en el que se encuentra, dentro de su vida particular, con los suyos y con el prójimo, es importante tener en cuenta una serie de aspectos sin los cuales la vocación dejaría de ser lo que es. Así, «También forma parte de esta cultura vocacional la capacidad de soñar y anhelar, el asombro que permite apreciar la belleza y elegirla por su valor intrínseco, porque hace bella y auténtica la vida, el altruismo que no es sólo solidaridad de emergencia, sino que nace del descubrimiento de la dignidad de cualquier ser humano». (Ivt 13)
Cabe, por tanto, soñar con que las vocaciones, en el más amplio término de esta palabra (sacerdotal, religiosa, laical) aumenten de tal forma que la mies esté bien atendida y no pueda decirse que algún campo está sin labrar, sin sembrar, sin regar con el agua viva de Dios que pudo y supo gustar la samaritana en su encuentro con Jesús.
Por otra parte, anhelar, ese «Tener ansia o deseo vehemente de conseguir algo», o, lo que es lo mismo, tener ardiente el corazón y lleno de pasión por la particular vocación que nos corresponde según nuestro estado personal, ha de ser una tendencia propia de cada cristiano porque, con ella, estamos de acuerdo con lo que nos corresponde que no es nada del otro mundo sino, al contrario, de éste.
Y manifestar, por tanto, asombro por lo que la vocación supone, ese responder a la llamada de Dios, es estar, siempre, a la espera de que se produzca la respuesta que el Creador espera de su descendencia, que no se pierda esa intención primera que parte de su corazón: sus hijos han de hacerse cargo de la mies porque ha sido creada para ellos. Otra cosa sería como abandonar los campos de Dios en las manos de la desidia y, al fin y al cabo, del Maligno que siempre espera el desánimo y el aburrimiento de la vida solitaria y no vivida en comunidad de seres hijos del mismo Padre.
Por fin, resulta, de toda manera, necesario, el altruismo pero entendido en su justa medida. Entregarse por los demás, expresando la vocación a la vida común, al darse al otro, es como dar una buena respuesta a la voluntad de Dios, mantenerse dentro de la mies, esperando la llamada de socorro del necesitado, auxiliando, con amor y dicha, a quien se separa de Dios porque no encuentra acogimiento en el mundo y ve, al Padre, distante y ausente.
Y, ante todo esto, sólo podemos decir, con gran alegría por ser hijos de Dios y poder disfrutar de tal conocimiento: aquí estamos.
Y, luego, hacer eso efectivo, para que no se pueda decir que los trabajadores de la mies nos hemos quedado dormidos cuando se nos llamó a trabajar, aunque sea a última hora del día (como en la parábola) porque nuestra recompensa será la misma.
Es Dios quien agradece y sabemos muy bien que en Él no hay doblez ni engaño.
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