Reflexión prenavideña
De unos años para acá la Navidad empieza a ser fuente de contrastes hasta hace poco desconocidos. Si bien no ha perdido hasta el momento aquel cariz entrañable de las posadas, las reuniones familiares, el compartir con los amigos, poner el Belén, los villancicos, los buñuelos, el ponche y los aguinaldos, es inevitable aludir al ardid abiertamente buscado por algunos para sofocarla, extinguirla y enterrarla.
Ya ni siquiera es necesario esperar a que sea el 24 de diciembre, basta con que empiece el mes para dar salida a las más variadas ocurrencias con ese fin manifiestamente buscado de erradicar esta fiesta dos veces milenaria. Así, algunos grupos amparados en la libertad de expresión y en la igualdad de todos los ciudadanos han venido a entender mal la libertad y colocarse por encima de sus iguales aplastándoles el sentir común. Que hay que respetar al 2% del alumnado de una escuela pública que es de otra confesión religiosa es justo y entendible, pero que por ese porcentaje se coarte la posibilidad de que el 88% restante celebre el nacimiento de aquel por quien tiene sentido la religión que profesan, no se vale. Y es que no es sólo cuestión de fe, si bien es lo primero y más importante. También es cuestión de tradición, preservación de valores y costumbres que son los que configuran a un pueblo.
En España se celebra la Navidad de modo diferente que en Uruguay, Brasil, Puerto Rico o Filipinas, pero tanto en esos lugares como en muchos otros el centro que configura y da sentido a las celebraciones es el mismo. Las manifestaciones externas son diferentes en parte por el clima, el carácter más o menos generalizado del pueblo, el lenguaje de los distintos puntos geográficos: pero todas son parte importante que conforman la identidad cultural. En la historia de la humanidad ningún otro cumpleaños congrega a tantas familias en torno.
Es justo y admirable el modo como se protegen a las reducidas agrupaciones humanas descendientes de grandes y pequeñas civilizaciones antiguas. Los Estados aportan recursos económicos con el fin de proporcionar educación (libros y magisterio incluidos) en sus lenguas nativas; fomentan la permanencia de los jefes de familia mediante subvenciones para el desarrollo de la agricultura, ganadería u otros oficios artesanales que les han caracterizado: potencian, en suma, la pequeña industria. A través de los ministerios de cultura se hacen grandes inversiones para nutrir, agrandar y proteger museos y zonas arqueológicas donde encontramos aquellos grandes monumentos arquitectónicos, obras escultóricas y pictóricas. Les valoramos porque forman parte de la historia de cada país, porque son parte de su conciencia.
¿Por qué si se protege, con la intencionalidad que se ha dejado ver, a estas pequeñas comunidades, no se trata de preservar desde ahora la cultura de los valores cristianos que profesan los ciudadanos de modo mayoritario en manifestaciones concretas y de alto valor para la vida de estos como la Navidad? Si es justo velar por quienes nos recuerdan el pasado, por qué no tratar de mirar a la preservación de nuestro presente de cara al futuro.
La conservación de las costumbres, valores y tradiciones válidas, fundadas en la Verdad, y tan ampliamente extendidas en nuestro hoy serán la heredad que vivirán en su momento las generaciones futuras. De la autenticidad y pureza con que les sean transmitidas dependerá el vigor y preservación con que serán cuidadas; y esta es una tarea de todos: de cada individuo y también de los Estados que históricamente han comulgado con ellas pues son parte medular de su memoria histórica y negarlos sería una miopía dramática que clamaría intervención quirúrgica urgente.
Es verdad que lo que sucede en Europa, donde los insultos, omisiones y acarreos contra todo lo que diga cristianismo se suceden todas las semanas del año y más generosamente en las jornadas prenavideñas, no se da con la misma intensidad en los países latinoamericanos donde estas tradiciones aún no son objeto de tanta saña y sí fomentan todavía el respeto más o menos generalizado. Pero todo es empezar.
Nadie creería que la plaga del aborto, eutanasia y peticiones de reconocimiento legal por parte de personas del mismo sexo tuviese la más mínima acogida en el mundo latino hasta hace pocos años. Una mirada rápida a las legislaciones vigentes de naciones latinoamericanas nos regala un variopinto de aplicaciones, intensiones resueltas e iniciativas de ley que no distan mucho del panorama europeo. Tampoco seamos alarmistas. El compromiso de católicos convencidos de su fe ha logrado que decisiones o intentos de imposición arbitraria contra la vida y la familia se hayan detenido o simplemente no hayan procedido tanto en Europa como en América.
El periodo en que nos ha introducido el adviento es una llamada en primera persona a revalorar el significado de la Navidad de cara a todos aquellos que por particulares y mezquinos intereses buscan liquidarla. Esto se logrará en la medida en que seamos concientes del significado de este periodo; se alcanzará en tanto cuanto no nos sintamos avergonzados de nuestra condición de creyentes. Hoy tiene vigencia poner el nacimiento, mandar felicitaciones, cantar con voz fuerte los villancicos y decir con claridad «¡Feliz navidad!» sin temor a ofender a nadie.
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