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La raíz de la esperanza
El poeta italiano Césare Pavese lo decía con fría lucidez: "¿Acaso alguien nos ha prometido nunca algo?... Y entonces, ¿por qué esperamos?" La vida de todo hombre, sea cual sea la circunstancia que atraviesa, está marcada estructuralmente por una espera. Benedicto XVI ha querido retomar el diálogo de la fe cristiana con esta espera que constituye el corazón de lo humano, decepcionado por las falsas promesas de quienes han querido venderle una felicidad a precio de saldo, y estragado de la violencia en que le han embarcado las utopías del siglo XX.
¿Qué es realmente lo que queremos?, se pregunta el Papa. En el fondo queremos sólo una cosa: la vida bienaventurada, la felicidad. Deseamos la verdadera vida, esa que no se vea afectada ni siquiera por la muerte, esa que nos garantice que nada de lo que amamos se perderá. Por eso el contenido de la esperanza del hombre siempre va más allá de cuanto puede alcanzar y construir con sus propias fuerzas. Sólo Dios es el fundamento de la esperanza, pero no cualquier dios, advierte Benedicto XVI, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto.
Benedicto XVI arranca de la íntima conexión entre la fe y la esperanza: la fe es la sustancia de la esperanza, afirma el Papa, porque nos permite esperar las realidades futuras a partir de un presente ya entregado. Este es uno de los núcleos de la nueva encíclica: el valor de presente propio y constitutivo de la fe cristiana, que no es una idea sobre la vida y el mundo, sino el reconocimiento del hecho de Cristo, que cambia realmente la vida de quienes lo acogen con su razón y su libertad. Lo que la esperanza cristiana promete ha empezado ya aquí y ahora en la experiencia de la comunión cristiana: no es una utopía voluntarista, sino que se ofrece a la confianza del hombre a partir de un presente verificable cuyo rasgo fundamental es el amor. El Papa usa una preciosa cita de San Bernardo de Claraval para explicar que el monasterio (la comunión de vida de los monjes que se proyecta en el trabajo) no puede identificarse con el Paraíso (la realización plena de la esperanza cristiana), pero "como lugar de labranza práctica y espiritual, debe preparar el nuevo Paraíso".
La encíclica ofrece unas páginas vibrantes para describir lo que ha significado la sustitución de la esperanza cristiana por la fe en el progreso, en el tiempo moderno. Ese progreso, concebido primero como triunfo imparable de la ciencia y luego como construcción político-ideológica, habría de responder de una manera concreta y eficaz al deseo de felicidad del hombre. Pero ni la ciencia ni la política tienen la capacidad de redimir al hombre, como se ha demostrada en la experiencia histórica; más aún, cuando les domina esa pretensión desmesurada, se pierde su nobleza constitutiva y con frecuencia se transforman en instrumento de violencia y dominación de aquellos mismos a los que pretendían servir. Dejemos claro que no hay en esta encíclica rastro alguno de nostalgia premoderna, ni de resabio anticientífico. El Papa repite "que la victoria de la razón sobre la irracionalidad es también un objetivo de la fe cristiana", pero advierte que no puede ser únicamente "la razón del poder y del hacer", y pide de nuevo, como en su histórico discurso de Ratisbona, una auténtica apertura de la razón a los ámbitos de la fe religiosa y de la ética, para que podamos hablar de una razón auténticamente humana.
Uno de los comentarios más necios dedicados a esta encíclica es el que tilda a Benedicto XVI de culpar a los ateos de todos los males de la historia. No hay rastro de semejante cosa, sino una crítica de fondo difícilmente rebatible, dirigida a las ideologías del ateísmo científico (positivismo y marxismo), por haber embaucado la esperanza de los hombres y los pueblos y haber dejado tras de sí una destrucción desoladora. Muy al contrario de esa miope acusación, el Papa vuelve a demostrar una sorprendente simpatía para dialogar incluso con los adversarios más enconados de la fe cristiana, en este caso figuras como Bacon, Marx o Adorno, a las que trata con exquisito respeto, pero también con firme rigor y libertad, lejos de papanatismos políticamente correctos.
La frase dedicada a Marx, como prototipo de esa esperanza basada en la política concebida como salvación, es reveladora: "ha olvidado al hombre y ha olvidado su libertad... su verdadero error es el materialismo, porque el hombre no es sólo el producto de condiciones económicas y no es posible curarlo desde fuera, creando condiciones económicas favorables". Lo que el Papa pide no tiene nada que ver con un fantasmagórico "integrismo preconciliar" (véase el titular bodoque de El País), sino una "autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y su concepción de la esperanza, un diálogo en el que también los cristianos tienen que aprender de nuevo en qué consiste la esperanza que deben ofrecer al mundo". Un paso más, por tanto, dentro de esa reconstrucción del diálogo crítico entre la Iglesia y el mundo moderno, que es clave esencial del pontificado de Benedicto XVI.
No podría dejar esta sencilla aproximación a un documento gigantesco y bellísimo, sin mencionar el capítulo dedicado a las realidades futuras, al Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza. La Escatología es quizás uno de los campos más delicados para presentar el contenido del cristianismo a los hombres de hoy y, sin embargo, el Papa Ratzinger se atreve. Y lo hace con una inteligencia y pedagogía verdaderamente únicas, que nos permiten reconocer el Juicio definitivo de Dios como condición de nuestra libertad y responsabilidad humanas, pero también como consolación y esperanza, ya que en él se manifestará el predominio de su amor sobre todos los desastres de la historia.
Nuestro mundo está sediento de esperanza, lo está cada hombre y mujer, cansados de las frustraciones y de los fracasos de su historia personal y colectiva. El noble empeño de construir un mundo mejor se transforma en fatiga insuperable, en escepticismo salvaje o en fanatismo violento si no está abrazado por la certeza del futuro que nace de un Amor que ya está presente. Sólo esa esperanza que nace del encuentro con el Dios que se ha encarnado, que ha padecido y que ha resucitado de la muerte nos da el valor de apostar nuevamente por el bien, a pesar de todos nuestros fracasos y cansancios. Nos da también valor e inteligencia para construir, conscientes de la imperfección de todas las obras humanas, y nos permite caminar juntos a pesar de las semillas de división que amenazan siempre la unidad. Sí, ciertamente, los cristianos de este siglo XXI debemos aprender de nuevo el fundamento y la amplitud de nuestra esperanza, a partir de nuestras propias raíces. Un regalo inmenso de Benedicto XVI.
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