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Fiestas religiosas, una cultura con sentido

Gran parte de las fiestas que celebramos (el día de los files difuntos y todos los santos, la Navidad, san Valentín, la Pascua, la Semana Santa...) tienen un claro origen religioso. Cuando, hace años, muchos pueblos entraron en contacto con el cristianismo, tomaron conciencia de la verdad y significado que estaba detrás de cada conmemoración de esta religión. Con esa convicción, el hombre de distintas épocas fue buscando una salida de expresión para manifestar esa riqueza. Lo hizo y lo ha seguido haciendo a través de la literatura, la danza, la pintura, la escultura, la música, la arquitectura, etc. Fue así como nació y se desarrolló, con los matices geográficos, lingüísticos e históricos particulares de cada pueblo, la cultura cristiana que llega hasta nuestros días.

Hoy por hoy somos testigos del vacío de significados al que se está sometiendo nuestra cultura cuando, directa o indirectamente, se tergiversan y confunden las fiestas religiosas añadiéndoles elementos del todo ajenos o suprimiendo la realidad última que conmemoran. Y podría parecer un detalle sin importancia pero tan grave es que podemos llegar a perder la propia conciencia histórica y la identidad cultural como pueblo (algo así como perder la memoria en medio de un mar de personas a las que les ha sucedido lo mismo; y así, cómo responder al para dónde vamos y de dónde venimos).

La cultura es el conjunto de las manifestaciones en que se expresa la vida tradicional de un pueblo. Parte de esas manifestaciones son las fiestas religiosas. Ante la cultura sólo caben dos posturas: la de los que van contra ella o la de los que la promueven.

Se va contra la cultura cuando se cae en laicismo, reduccionismo, sincretismo o consumismo.

Laicismo. Se cae en laicismo cuando en nombre de la aconfesionalidad del Estado y el «respeto» a los demás credos, se suprime el Belén o Nacimiento en las escuelas públicas (donde la mayoría de los alumnos son católicos), se habla de «fiestas de invierno» en lugar de Navidad, se prohíben las felicitaciones con referencia explícita a la Navidad o se cambian por imágenes de montañas nevadas y monos de nieve las portadas de las tarjetas o adornos que hasta hace poco tenían alusiones abiertas en relación al niños Dios, a la Virgen o a los reyes magos.

Reduccionismo. Se cae en reduccionismo cuando se atenta contra la cultura al desacralizan las fiestas como el día de todos los santos y fieles difuntos al ir introduciendo elementos paganos como disfraces, calabazas, etc., que ninguna relación tienen con ella; o la Navidad, cuando se da el protagonismo indebido a «santa Claus» llegando, en algunas partes, a sustituirlo por Aquel por quien tiene sentido la Navidad misma.

Sincretismo. Se cae en sincretismo cuando a las fiestas cristianas, configurantes de la cultura, se les añaden matices de otras religiones como buscando su fusión; es sincretismo buscar, en la doctrina de otras religiones, una explicación al misterio cristiano logrando el desconcierto más que la verdad.

Consumismo. Se cae en consumismo cuando se reduce la cultura a objeto de consumo; es lucrar con ella despojándola de sentido y condicionándola a la ley de la oferta y la demanda. Ahí está, por ejemplo, san Valentín (14 de febrero) en el que no importa la memoria del santo ni siquiera el amor sino cómo y con cuánto se «manifiesta» ese «amor».

Promover la cultura es conocer los orígenes de ella, profundizar en ellos, defenderlos y transmitirlos. ¿Pero es que también la puede conocer, profundizar y defender un no creyente o un ser humano de otra religión? Sí. Y es que promover la cultura, con las implicaciones religiosas que conlleva, no es sinónimo de creer o comulgar con ella sino valorar lo mucho que la religión católica ha aportado a la vida de todos los hombres sin distinción.

Gracias al factor religioso católico nuestra cultura no es cualquier «cultura» sino una cultura rica y madura gracias precisamente a ese elemento. Por el legado cristiano la esclavitud desapareció, la moral llegó a la vida de todos los seres humanos, la mujer fue dignificada y se salvó la herencia clásica; bajo el cobijo del papado nacieron las universidades, se desarrolló la doctrina de los derechos humanos, se pusieron las bases de la democracia moderna y se aportaron importantes avances en materia científica, filosófica, teológica y de muchas otras ciencias y artes.

La Navidad, por ejemplo, es el acontecimiento que cambió la historia y eso es innegable. No hay ningún otro evento que de tal modo lo haya hecho. Tan es así que a partir del nacimiento de Jesucristo (si bien hay algunas imprecisiones al momento de determinar el tiempo exacto del natalicio) contamos los años.

Conocer los orígenes no es sólo ir a la búsqueda histórica de los inicios festivos de las celebraciones sino indagar en todo lo que conllevan de significados. Profundizar en ellos es tratar de «penetrar» el misterio de la relación de Dios con los hombres, su amor por cada ser humano, su encarnación, vida, muerte y resurrección, hasta convertir la búsqueda en oración.

Defenderla es reconocer lo mucho que de bueno hay en ella, es valorar lo que ha hecho por el progreso de la humanidad; transmitirla es procurar que muchas generaciones más la conozcan pero con la debida pureza, sin manchas, íntegra. Y para eso no debemos permitir que las fiestas religiosas, vehículos de la cultura, sean adulteradas.

Tampoco podemos permitir que se invoque la aconfesionalidad del Estado para que sean sofocadas. Si el Estado no tiene religión propia es porque tiene el deber de proteger a todas las religiones, empezando por la mayoritaria, que libremente quieren profesar y vivir sus ciudadanos. La obligación del Estado aconfesional es respetar y apoyar las manifestaciones religiosas de los ciudadanos; más todavía cuando esas manifestaciones no atentan contra la dignidad humana sino que la ayudan y hacen al hombre ser más hombre.

Si de verdad queremos defender la cultura, debemos velar para que las fiestas religiosas no se transformen en ocasiones para el consumo sin más; en «fiestas comerciales». Permitirlo sería renunciar al legado cultura que llevan consigo.

La cultura en un pueblo es como la harina en un pastel, el agua en un caldo o la grenetina en una gelatina. Sin harina no hay pastel, sin agua no hay caldo y sin grenetina no hay gelatina. No se puede dejar vaciar de contenido a las fiestas religiosas porque son parte constitutiva de la cultura. Permitirlo, hacerlo, es el primer paso para enterrar a la sociedad. Sin cultura, sin nuestra cultura, no somos nada.

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